Hace algunos años un grupo de periodistas, cuya perspicacia avizoraba la marejada de sangre por cuya empuje incontenible el navío mexicano ha sido azotado contra las rocas, inició un magno proyecto para editar una revista de corte policiaco.
El promotor de la idea sostenía, con una cierta dosis de razón, el carácter policiaco (como sinécdoque de sangriento) de todo hecho merecedor de atención periodístico, por encima del parloteo de los políticos y sus declaraciones.
“El gran periodismo, decía jactancioso, siempre pasa por el Ministerio Público”.
Y como ejemplos ponía desde la bomba atómica, la noche de Tlatelolco, la matanza de Huitzilac; los asesinatos de Madero, Carranza, Zapata, Colosio, Obregón o el baño de sangre del “Bogotazo”. Si en ese tiempo hubiera existido una política militarizada de combate a la violencia, la argumentación habría sido innecesaria para justificar la vigencia del género.
En el proyecto se llegó pronto a una conclusión: limitarse a los hechos sangrientos haría de la revista un simple producto editorial de poca trascendencia social. Podría haber sido una especie de “¡Alarma!”, con igual éxito económico y mejor factura técnica, pero nada más. Habría sido la redición modernizada de aquel célebre “Magazine de policía” de “Excélsior”, cuyo director, Manuel Camín, algún día merecerá otra clase de comentarios. Todo un personaje.
En esas condiciones se debía pensar más allá de los hechos.
Y los hechos de sangre sólo tiene dos asuntos más allá: las agencias funerarias y las víctimas.
¡Eureka!; dijo uno de los periodistas mezclados en el asunto. Por lo pronto hemos hallado el título del magazine: se va a llamar “Víctima”, así, con todas sus letras grandes y rojas. Rojo sangriento.
Y vamos a utilizar la mitad del espacio para darles voz a quienes no la tienen. ¡Cuéntenos su historia! Cada persona con un agravio encima, cada mujer violada, cada esposa golpeada, cada víctima de algo en un país de víctimas; cada viuda, cada huérfano; todos van a tener un espacio en las páginas de “Víctima”. La editorial les va a extender una credencial no de suscriptor sino de colaborador.
Y con esas credenciales haremos una ONG y después, al paso del tiempo y la consecutiva publicación de editoriales altamente contestatarios y humanistas y la colaboración de todos los especialistas disponibles en Derechos Humanos (hay uno debajo de cada piedra), vamos a convocar a la creación de una Asociación Política Nacional, y como se van a seguir sumando y sumando, con cien mil “lectores-colaboradores”, podremos hacer asambleas tal y como la ley indica y hasta formaremos un partido político: el Partido Mexicano de las Víctimas, con el cual gozaremos curules, escaños y hasta presidencias municipales.
En ese tiempo no existían tantas organizaciones contra la violencia, el secuestro y el delito y como la realidad indica, tampoco una revista llamada “Víctima” cuya sabia conducción política habría llevado a esos periodistas desempleados a un dorado porvenir del cual hoy estarían disfrutando en alguna de las variantes de observatorio ciudadano, consejo de seguridad o cualquiera de esas organizaciones.
Hoy seguramente estarían pontificando en torno de cómo hacer el memorial de las víctimas o el monumento a los soldados conocidos y desconocidos en una simbólica convivencia en el más allá de los unos con los otros.
La razón por la cual aquel proyecto no fructificó fue muy simple. El principal aportador del capital censuró la industrialización del dolor. En aquel tiempo, bien lo recuerdo, dijo, no se vale hacer una industria de las víctimas y sacarles provecho político. Mejor hacemos, si les interesa, un partido ecologista o algo parecido.
Pero no se vale lucrar con el dolor de la gente. Mucho menos en nombre de la gente; es más ni siquiera con su participación. Y todo se fue al triturador de papeles.
HELICÓPTEROS
El obvio descubrimiento de la peligrosidad de volar helicópteros sobre zonas montañosas en malas condiciones de clima y la propuesta de reforzar la vigilancia y cumplimiento de mejores protocolos de aeronavegación, es tan simplona como aquella idea para evitar los alcances ferroviarios: quitarles a los convoyes el último vagón.