Hoy, quizá como en pocas ocasiones, la idea de Octavio Paz cobra vigencia y oportunidad: “…la historia de México está escrita la mitad con tinta negra y la otra mitad con tinta invisible (cito de memoria).”
Cincuenta años después de los hechos de Tlatelolco, con sobradas conmemoraciones oscilantes entre la lágrima y el oportunismo, el gobierno de la ciudad de México la emprende contra las placas conmemorativas en cuyo bronce memorioso se inscribió, cuando fue construido el Metro de la ciudad, el nombre prohibido para la otra historia: de la negrura a la invisibilidad, ha desaparecido Gustavo Díaz Ordaz.
Nada de su nombre ni de su sombra, ni su voz, ni su efigie; ni su recuerdo, ni su memoria, ni su obra deben permanecer en la vida mexicana; jamás su perfil en una moneda, ni su rostro severo en un billete, sobre todo en los umbrales de la Cuarta Transformación. Olvido y desprecio.
¿Cuál es el, provecho de esto, cuánta justicia se logrará tras la remoción de los metales conmemorativos en un andén o una glorieta? Nada en verdad como no sea la altivez infame de escupir sobre una tumba, de lo cual se van a enterar todos, menos el muerto, como bien nos ha enseñado Boris Vian.
Cuando murió Gustavo Díaz Ordaz el gobierno le rindió los honores reservados a un exjefe de Estado y en su tiempo Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas. Lo despidieron con una batería de cuatro obuses, con siete disparos cada uno, con un clarín de silencio y el himno nacional. Tampoco se enteró.
El humo de los cañones, formó una densa nube, empujada por el viento contra el cortejo fúnebre.
El olor explosivo envolvió la tarde y el picor de la pólvora persiguió a Gustavo Díaz Ordaz hasta el borde de la fosa, dentro del ataúd de bronce y la bandera envolvente, se metió en la trama de su traje negro y su olvidada banda presidencial y su corbata de gris perla y lo correteó más allá de la muerte.
Para siempre su vida y su nombre y hasta su muerte y su olvido, estarían desde entonces asociados con las explosiones y las balas, la pólvora de las pistolas y los fusiles; el vuelo del helicóptero y la luz de una bengala verde.
Y eso ocurrirá con las placas del Metro o sin ellas, con su nombre en los pocos epónimos en el país.
En la tarde de aquel día del funeral, escribí una crónica para el diario donde entonces trabajaba. Cuando hice la asociación entre la humareda y el olor de pólvora y la nube sobre la fosa, y el interminable veredicto del futuro infinito, el director me llamó y me dijo:
—Ya deje en paz a Díaz Ordaz. Ya está muerto.
Con renuencia modifiqué la crónica. Quedó tan plana como una tabla de plancha.
Había visto a Díaz Ordaz sólo dos veces antes de aquella tarde final.
Una vez en la redacción de La Prensa a donde Mario Santaella lo había invitado para despedirse de quienes habíamos sido parcos en el maltrato y afables en el reconocimiento a su trabajo presidencial. No en balde él y Santaella eran compadres y la línea editorial era clara y única.
El Estado Mayor Presidencial se apoderó del diario. Durante tres días hubo pintores y fontaneros. Algunos baños abandonados fueron arreglados y pintados. Los elevadores, revisados con minuciosa precisión fueron sometidos a mantenimiento y cambio de piezas. La casa de los periodistas olía a nueva. Los soldados acamparon en la azotea y revisaron escritorios y cajones. Nadie iba a correr un riesgo.
Cuando el Presidente llegó, todos nos pusimos de pie. Saludó de mano a cada uno y cuando llegó mi turno, quise sacar el pecho (yo tenía 20 años de edad en 1970) para ostentar la negra corbata de mi desacuerdo silencioso.
—Buenas tardes, joven, me dijo. Y pasó de largo.
—Buenas tardes, licenciado, le respondí.
Años después, al subir a un avión para Nueva York, me percaté de los pasajeros en la reservada cabina de toda la primera clase. Eran un ayudante, el licenciado Díaz Ordaz, impecable en un traje azul pizarra; su hija y su yerno Salim Nasta.
Al llegar al JFK, emborucado en la fila de los reclamantes de equipaje, estaba Díaz Ordaz en batalla feroz contra una maleta rejega en el carrusel de la banda interminable.
Algo me empujó. Un sordo impulso de reportero. Me acerqué y pretexté la ayuda para hablar con él. Le dije: “Permítame, no cargue usted, señor Presidente”.
Hablamos naderías y todo en su actitud me sorprendió, hasta haber sido saludado por mi nombre.
—¿Cómo ha estado, Rafael?
—Bien señor licenciado, muy bien. Tras una charla insulsa, nos despedimos. Nunca más lo volví a ver.
Sólo miré, una tarde olorosa a pólvora, cómo bajaba su ataúd por la boca de la tierra.