Es la mañana cuando los recuerdos regresan.
Dos imágenes distintas con el mismo fondo: la sorpresa, el repentino encuentro con la enorme fama de Mohammed Alí a pocos metros de los ojos.
La primera estampa es la del hombre elástico y agilísimo cuyos pies apenas rozan el suelo cuando baja la escalinata del enorme vestíbulo en el hotel María Isabel de la ciudad de México. Los dedos firmes son, sin embargo, delgados. Finos. Las yemas acarician el botón del saco y apenas tocan la seda de una corbata azul. Camina con la gracia de un bailarín.
–Me le voy a atravesar, Faustino, si me empuja o me pega, ya chingamos. Lo voy a provocar, me tomas la foto, no te vayas a distraer”.
Faustino Mayo, veterano exiliado de la España en Guerra del 36, tiene la “Leika” preparada y el imprudente se acerca al grande Alí. Le habla, le dice, casi le implora un segundo de atención, pero el Apolo de Kentucky, ni siquiera se deshace de él. Lo ignora, nada más.
Y el otro insiste y llega hasta la osadía de tomarlo de un brazo, o mejor dicho, de intentar abarcar el bíceps dormido bajo la manga, pero es imposible con ese poderoso brazo. Los dedos no lo abarcan, no alcanzan.
A fin de cuentas, cuatro o cinco escalones abajo, Alí se detiene y el reportero balbucea algo con intención de pregunta, la guerra,. Viet Nam o alguna otra inconexión.
El boxeador sigue su camino con una especie de explicación confusa. Sigue su marcha por el hotel y lo miran las mujeres y los turistas y los empleados y la emprende con el involuntario séquito del reportero y Faustino tras él, y se pierde por una escalera cuyo vestíbulo final lleva a un salón de belleza donde las peinadoras gritan y las clientas se sueltan el pelo cuando lo miran ahí, en la puerta, tan apuesto, tan hermoso, tan famoso.
Baja y regresa por sus pasos y tuerce después hacia la calle y cuando al fin sale a la plena luz de la mañana, con el moscardón tras sus espaldas, se detiene y accede a una fotografía en la cual el reportero apenas exhibe su escasa estatura junto a la ceiba enorme del campeón del mundo, quien alcanza a ver la columna de la independencia y el dorado aleteo de la victoria allá arriba y dice nada más, bonito, bonito y se monta en un auto y se va.
Y años después, 26 para ser precisos, ese mismo dandi “atlético, magnético, betún”, como habría dicho Nicolás Guillén, el poeta cubano, es un hombre adelgazado e impreciso con los pies arrastrados por el suelo.
No más los resortes de aquella forma de flotar sobre el suelo, no más la gallardía. Ahora miro unos ojos sin el brillo de la vanidosa satisfacción pero apagados en el opaco estupor vidrioso de un mundo inconexo. El Parkinson le ha golpeado sin clemencia.
Lo conducen vestido de blanco a una pequeña plataforma dese la cual se le mira la cabeza con algunas canas. Y le llevan casi de la mano a tomar una antorcha con la cual encenderán un trapo combustible el cual, por mecanismo de un cable para ropa de tender, subirá el fuego hasta un pebetero con forma de corona (o cajita de papas de Mac Donald’s) y así inaugurar una tristona y rascuache olimpiada en Georgia, en la profundidad del sur americano donde floreció el esclavismo y muchas cosas se fueron con el viento.
Y ahí está el hombre cuya rectitud lo llevó a la gran pelea de su vida: subirse al cuadro con el Tío Sam y preferir un ostracismo de tres años en medio de la mejor carrera deportiva de la historia del boxeo, pero no ir a una guerra ajena; ni siquiera la guerra de su patria, pues poco le dice el suelo de Louisville a quien supo de antepasados en cadenas, de raíces de esclavo, de llevar el nombre del hacendado propietario de hombres, mujeres, brazos y pieles negras, y yo no soy mas Cassius Marcellus Clay.
Quizá para alguien pueda ser una fórmula para la vida, para soportar sus rigores, sus penas y sus dolores: flotar como una mariposa y picar como una abeja. Mirar al suelo donde yace derribada la adversidad y con el brazo cruzado sobre el pecho, gritarle una imposible orden de verticalidad recobrada; desafiar, encarar, acometer con la fuerza de un viento inatrapable, avanzar, herir, golpear. Quizá guerra ajena; ni siquiera la guerra de su contario de la mejor carrera deportiva de la historia del boxeo antes de ir a esa sea la naturaleza humana, por eso el primitivo boxeo no oculta su condición de anhelo destructivo y conquistador ni siquiera cuando los puños se forran con esos guantes de aparente blandura.
Yo soy un hijo del profeta, soy Mohammed Alí y el espíritu de los musulmanes americanos negros y contradictorios, de Malcolm X y de tantos más junto con las panteras de Carmichael y su alma congelada y la cabellera redonda de Ángela Davis, lo abrazan y lo empujan en la tembleque aproximación de las estopas ardientes en Atlanta, en los juegos Olímpicos tan lejanos de aquellos en Roma (36 años atrás) cuando humilde y joven se agachó para recibir ,de quien sabe cual burócrata del COI, la medalla de oro como campeón del grupo de boxeadores de los Estados Unidos, cuando él y bandera eran amigos, cuando las barras no amenazaban con la prisión y las estrellas todavía brillaban en el futuro, lejos del temblor incontrolable de las manos y el hilo murmurante de una voz apagada sin los resonadores de su elocuencia. Y allá a lo lejos sonaban las trompetas de una orquesta: John Williams y la música olímpica y en el cielo la pirotecnia y en la memoria, como siempre, el pasado.
Un héroe deportivo, un héroe social. Nadie lo sabe, pero un hecho importante es este: sin su rebeldía antibélica, sin su rechazo a visitar el frente o vestir el uniforme, la guerra de Viet Nam no habría sido rechazada por otros miles. Fue un ejemplo de resistencia interna, de repudio al militarismo americano.
–“A mi, les dijo una vez a los reclutadores, no me han hecho nada los vietnamitas”.
Y el deportista notable se convirtió en el héroe, quizá porque los pueblos los necesitan o porque la historia se puede explicar a la manera de Emerson: el relato de los hechos de sus grandes hombres. Imposible vivir sin héroes. Tan difícil como llegar a ser uno de ellos.
Y eso acaba de ocurrir con «El Pana” cuya muerte se ajusta en cierto modo a su deseo: acabar víctima del toro. Y eso es fácil: a fin de cuentas el toro siempre vence. El toro gana.
Hoy repito algunas líneas en memoria de Rodolfo Rodríguez:
“Pues sí, Pana, ahora empieza la hora negra, brujo.
“Grave como las intoxicaciones y las clínicas de restauración, Pana; triste como solo se puede estar cuando ya no hay nadie en el tendido vacío, ni en la plaza, cuando ya se vaciaron las andanadas y el grito de tu voltereta ya no tiene ni siquiera el eco de una garganta angustiada; cuando no hay un alma en la capilla y ni siquiera termina de secarse la sangre del destazadero y sólo queda el intolerable olor de boñiga de caballo y los restos y pellejos de las reses muertas y desolladas, cuando el sopor de las moscas en los chiqueros no deja dormir a los toros mansos, cuando llega la noche, Brujo; cuando todo se ha perdido menos aquella luz interior, aquel momento de muleta relámpago, aquella tarde, cuando el Rey Mago se te apareció en el ruedo con sus regalos de Niño Dios, y sin muleta, y sin nada excepto una franca sonrisa de augurio provechoso, el Pana caminaba dándole la espalda a la vida triste de los años idos.
“Hoy ya no queda nada.
“Dolor, olvido, soledad sin muslos de mujer”.