El coordinador del Movimiento de Regeneración Nacional en la Cámara de Diputados, Ignacio Mier, da el ejemplo. Les tira plancha a los parlamentarios españoles, anfitriones de la reunión de legisladores de ambas naciones, cuya relación de por sí ya viene tocada por las frecuentes broncas del Ejército Mexicano contra los ibéricos y deja todo en manos del presidente de la mesa directiva, Santiago Creel, quien gustoso se marcha a Madrid a cumplir el compromiso.
–¿Por qué Mier da con la puerta en las narices a los españoles?
Porque necesita el día para acudir presuroso, gustoso, gozoso, feliz y contento a operar los grupos de legisladores en la marcha del Humanismo Democrático con la cual el presidente López Obrador ha celebrado y hecho celebrar, su cuarto aniversario en el poder nacional. Y de paso dejarse ver en el cumplimiento de la docilidad y la obediencia.
Mier da la impresión de ser un empleado obsecuente, diligente y hasta cierto punto eficiente, del señor presidente. Y por eso miente. No es –como dice— un diputado; es decir, un representante del grupo ciudadano cuyos votos le dieron espacio en el legislativo, así haya sido por la indirecta fórmula de la plurinominalidad.
Hasta para los espacios pluri se necesitan votos, porque son fórmulas de proporción. No es como antes, cuando el PRI inventó a los diputados de partido. Hoy, con la perversión de la representatividad, todos –hasta quienes ganaron por mayoría–, terminan siendo diputados (o al menos defensores) de los intereses de sus partidos.
Por eso, porque el trabajo de los diputados de Morena es servirle al presidente y ofrecerle los votos necesarios para avanzar sus iniciativas, se han sometido al juego humillantes de no cambiar ni una coma en dichas propuestas. Son gestores –coyotes–, de trámite automático; no legisladores, son oficialía de partes, promotores de la dispensa de espaldas a prácticas tan engorrosos como debatir los temas de las iniciativas.
En ese sentido han llegado al extremo absurdo: continuar en temas cuyo avance de antemano saben de imposible aprobación, como es el caso de la Reforma Electoral. A sabiendas del bloqueo de los opositores y el amplio rechazo social (nunca una incitativa había sacado a la calle 250 o 300 mil opositores airados y furiosos), han preferido la ruta de la ceguera, en vez de buscar la formación de consensos o el aplazamiento de dichos cambios al Instituto Nacional Electoral y el sistema comicial en su conjunto, para mejor oportunidad.
No buscan sacar adelante una ley a sabiendas de su inconstitucionalidad; quieren exhibir a quienes no se lo van a permitir, para colocarlos en el muro de la denuncia, en el patíbulo de la mañanera, convertida de púlpito en horca.
Si las reformas constitucionales no van a avanzar, los cambios a las secundarias, reglamentarias de las normas mayores vigentes, no guardan el debido orden constitucional y si llegaran a ser aprobadas se caerían en un debate judicial en la Suprema Corte de Justicia.
Todo este afán guarda una paradoja: la Reforma Electoral fue frenada, entre otras cosas, por una marcha ciudadana despreciada por el gobierno, pero la otra movilización, organizada desde su partido, con todos sus recursos y todas sus capacidades, no logró mover el rechazo en las cámaras. Hasta ahora.
Y mientras tanto el diputado Santiago Creel, presidente de la mesa, se deja ver en España con Ricardo Monreal, presidente de la Junta senatorial, quien ha advertido la imposibilidad de los cambios constitucionales y se ha instalado en una especie de desobediencia partidaria, al negarse a marchar por la Reforma y asistir, nostálgico, quizá, al Zócalo de otros tiempos.
Obviamente Monreal pudo seguir la conducta de Mier. Daría otra imagen.
Pero prefirió la congruencia.
¿Cuál será la consecuencia? Como dijo Sabines, yo no lo sé de cierto; lo supongo: la hoguera, la excomunión.
Quizá de eso haya hablado con Creel.
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