Durante mucho tiempo busqué los conceptos y las palabras precisas para describir el estilo mendoso de las conferencias del presidente de la República; es decir, cómo entender y describir para el análisis, su personalidad a través de la aparente ignorancia y las reiteradas falsedades con las cuales tiñe y expone sus ideas, sus obsesiones y su pugnacidad; sus diatribas y sus anatemas.

Nunca he logrado definir dónde empieza su histrionismo y dónde acaba su sinceridad, si alguna vez la ha tenido, excepto en la infatigable ambición por el poder, la cual no se ha terminado ni siquiera cuando se tiene todo el poder imaginable; del fisco a la bayoneta. El agitador choca por definición con el estadista. No se pueden las dos cosas. O se sacude o se construye.

¿Hacia dónde se dirige esta “consolidación destructiva”? ¿Hacia dónde, esta ansia de historia? No es la revolución; es la perpetuidad.

Pero en el campo reflexivo, las palabras tan buscadas me vinieron a caer en los ojos al leer el monumental ensayo de Paul Auster sobre Stephen Crane. La literatura describe los rincones ocultos de la conciencia.

En el análisis de la obra “La roja insignia del valor”, cuyo trasfondo es la mentira de una cobardía revestida de heroísmo, pues tal es el conflicto expuesto en esta metafísica del miedo en la vida de Henry Fleming, el soldado aterrorizado, quien encuentra todos los recursos de su cobardía para olvidar cómo ha mentido para ocultarla, hay una formulación perfecta.

Obviamente esta disección del terror en una batalla, no tiene relación con la oratoria presidencial. Pero contiene, en pocas palabras, un análisis magistral sobre la forma como los humanos envolvemos nuestro veneno en el dulce de la auto convicción hasta creernos las cosas como si fueran ciertas, cuando no lo son ni para nosotros mismos. No es mitomanía; es supervivencia.


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“…actúa –dice Auster en una descripción ajustada como un guante a la mano de YSQ– como si creyera su falsa versión de la historia, y tanto es así qué parece olvidar que ha mentido, y en vez de dar gracias a los hados por concederla una falsa absolución, sigue adelante como si fuera intachable desde el principio (¿él o la historia o ambos?). Ese es el verdadero fraude. No el hecho de que se permita perpetuarlo, sino que ya no lo considera un fraude; que no es honrado consigo mismo, incluso con respecto a su propia falta de honradez.”

Una de las peores deshonestidades en los días recientes, derivados de la flagrancia de la Casa Gris, ha sido fingir el desconocimiento de los límites y funciones del Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI). Nadie desde la jefatura del Estado puede ignorar las cosas más simples de la administración pública. Seria una muestra de incompetencia. Fingir ignorancia sobre materias de gobierno; de funcionamiento de los órganos autónomos constitucionales, es una deshonestidad absoluta.

Y peor aún, cuando ha recibido una respuesta puntual de los alcances, responsabilidades y límites del Instituto ante su abusiva petición de exhibir a un ciudadano, o a un grupo de ciudadanos, con una letra escarlata en la persecución de brujas o adúlteras, acusa complicidad o encubrimiento por parte del órgano de transparencia.

Se trata de la claridad del gasto público; no de la vida privada de los ciudadanos. El INAI no es la STASI. Para eso tiene y usa otras oficinas de su administración.

Toda esta victimización, incluidos los sollozos y la furtiva lágrima, muestran –además de la furia por la exhibición de sus incongruencias–, una segunda intención ya anunciada desde hace mucho tiempo: desbaratar o reducir al mínimo todos los órganos autónomos, cuya extinción legal no es necesaria, basta su degradación irremediable como sucedió con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

Rafael Cardona | El Cristalazo

Author: Rafael Cardona

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