No podría esta columna pretender –dados los escasos méritos de autor– con irrespetuosa osadía, corregir las opiniones de nuestro Señor Presidente, faltaría más, precisamente porque quien opina lo hace desde una convicción, no necesariamente desde una verdad inmutable, pues pocas de esas quedan en la discusión política, nutrida de percepciones, intenciones y versiones.
Las opiniones son, en general, como el ombligo: cada quien tiene la suya. Lo peligroso es cuando el poder le permite a alguien imponer las suyas como dogmas universales.
Pero en el enorme e infatigable discurso presidencial, no dejan de llamar la atención las recurrencias con las cuales el Ejecutivo nacional se refiere a los Estados Unidos como el modelo de algunas ideas suyas. Vamos a ver algunos ejemplos en los cuales aparecen Roosevelt, el New Deal y Alexis de Tocqueville.
Las alusiones a Roosevelt, ya se sabe, guardan relación con el “New Deal” (nuevo trato), con el cual los Estados Unidos iniciaron su recuperación tras el enorme desastre de los años 29 y 30 del siglo pasado.
El desarrollo de una política social para crear el “bienestar” (welfare), no resucitó por sí mismo la economía, pero sí devolvió la confianza tras el fracaso de Hoover. La economía tuvo su florecimiento cuando Estados Unidos entró a la guerra en 1941, y la industria americana se reconvirtió al armamentismo, expidió bonos (se bursatilizó en lo popular) y expandió su mercado.
Pero en fin. Los Campamentos Civiles para obras publicas (similares a los caminos de mano de obra anunciados por AM, cuya inutilidad se probó en el nacionalismo revolucionario, o sus sembradores de papayos en el sureste); la vigencia de las tres “R” (relief, recovery, reform; mitigación, recuperación y reforma) y la amplitud cumplida de las “Cuatro libertades” (expresión, religión, vida sin penuria y vida sin miedo; o sea, pensamiento, templo, alimentación y seguridad), permitió una ruta segura hacia la expansión del “American way”, la más grande revolución cultural de la historia moderna.
De esas libertades hoy en México tenemos mucho: plena libertad de expresión sin presiones ni censura; un estado laico, una seguridad casi escandinava y una alimentación de atleta alemán, gracias Dios;
De paso, y antes de perder la cita, le recomiendo a quien quiera, reflexionar sobre esta parte del enorme ensayo de Don Alexis, “La democracia en América”:
“…Si alguna vez llegara a fundarse una república como la de Estados Unidos, en un país donde el poder de uno solo hubiera establecido ya, y hecho fraguar en las costumbres y en las leyes, la centralización administrativa, no temo decirlo, en semejante república, el despotismo se volvería más intolerable que en ninguna de las monarquías absolutas de Europa. Sería necesario pasar a Asia para encontrar algo con que compararla…”
Si bien nuestras constituciones han sido hechas a imagen y semejanza de la de Estados Unidos, no hemos llegado –y quiera el Sagrado Corazón no lleguemos nunca—a ese modelo presagiado por Tocqueville.
¿Se imagina, una república dominada por una sola voluntad administrativa, cuyo deseo pudiera suspender industrias; proyectos en marcha, inversiones, leyes y hasta sugerir una nueva moralidad nacional, una espiritualidad desde el poder; un país gobernado por bandos y decretos, mediante una mayoría parlamentaria obediente, obsecuente e inclemente, sin respeto a críticos y disidentes? Sería espantoso.
Pero si las alusiones a Tocqueville surgieron a partir de los contenidos informativos y de análisis de la “Gran prensa” americana a la cual se acusó de falta de ética, lo cual motivó la mención de Tocqueville, los corifeos del gobierno han salido al rescate de una nueva idea fija en el discurso presidencial: cambiar los parámetros del crecimiento económico por los márgenes del desarrollo espiritual y la felicidad.
Si el bienestar humano, con el clímax de la felicidad en la Tierra, depende en alto grado de la satisfacción económica y la posesión de objetos necesarios para la vida –cuyas sinécdoques vienen siendo la casa, la comida y el sustento–, sustituir la escala de una cosa por otra resulta ridículo.
Es como si se quisiera diagnosticar un derrame cerebral o un infarto de miocardio, con un examen general de orina.
Pero una vez más los defensores de las ideas presidenciales (sus antagonistas, injustamente, las llaman ocurrencias y eso no está bien, es irrespetuoso de la alta investidura), apelan a la felicidad humana como cima de la política, y han puesto como prueba de su dicho, la declaración de Independencia de los Estados Unidos, la cual consagra la búsqueda de la felicidad como uno de los derechos esenciales del hombre (y de la mujer, dirían las feministas tiquismiquis).
“…Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todoslos hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador deciertos derechos inalienables; que entre éstos están la Vida, la Libertady la búsqueda de la Felicidad….
“ Que para garantizar estos derechos seinstituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimosdel consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que unaforma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblotiene el derecho a reformarla, o abolirla, e instituir un nuevo gobierno…” Eso dijeron los fundadores del imperio.
A pesar de su enorme inteligencia, el pueblo americano se tragó la farsa durante años: todos los hombres son iguales, hasta para destinar a la esclavitud a miles de ellos, en un estado esclavista de hacendados dueños de seres humanos encadenados, incluyéndose entre estos a varios “padres fundadores”, quienes proclamaban la igualdad mientras con una mano sostenían la Biblia, y con la otra azotaban a los negros en sus campos de cultivo. Mendacidad de calvinistas y cuáqueros.
Así practicaban el falso credo sobre la igualdad de los hombres. Y así, nos hicieron creer en la felicidad como producto de la política.
Pero la búsqueda de la felicidad es otra cosa. Se puede ser feliz si uno se forma en la fila de quienes nada tienen para comer y se atienen a la generosidad caritativa de los programas sociales. Por eso son felices, porque ahora se hace fila de hambrientos en el Paseo de la Reforma.
Y si a eso se les agrega un par de zapatos, ¿para qué quieren más?
Esa idea me recuerda una historia de mis primeros años de reportero. Luis Echeverría había traído a Los Pinos a una nutrida delegación de tarahumaras, porque ya se sabe, llevamos 500 años usando a los indios como pretexto para cualquier cosa.
El más viejo de todos ellos, asombrado por haber volado en un avión de la FAM, me concedió una entrevista con una intérprete chihuahuense.
–¿Qué necesita usted para ser feliz?, le pregunté.
–Una camisa nueva y un cuartillo de maíz.
–¿Nada más?
–Nada, respondió hierático… y de pronto agregó:
–“…Y estar en mi casa…”
Muy poco requiere el hombre para ser feliz… por instantes. Como se trata de un estado de la conciencia, el espíritu o la imaginación, la felicidad es algo indefinible, inasible y fugaz. Vivir sin miedo, con certeza, con seguridad, es el entorno de una posible dicha. Lo demás, es pura palabrería. No se puede garantizar la felicidad de nadie como tampoco es posible crear un estado jurídico o de orden de gobierno cuya primera garantía sea la inteligencia.
No se es feliz por decreto. Tampoco inteligente.
La noción de la culpa, base de la cultura judeo-cristiana, es un obstáculo para la felicidad. Siempre se asocia con la prosaica satisfacción de algún instinto; el alimento, el erotismo, el egoísmo, el poder, como su máxima expresión.
La felicidad para un político, es un nuevo decreto, un aumento en la popularidad de sus gobernados o tributarios; para un esclavo, una cadena nueva; para un pobre, un taco; para un rico, un negocio.
La única duda es si tras medir la felicidad y resultarnos elevado su índice nacional, vamos a salir a festejar en medio de la miseria feliz, todos pastueños con cencerros de barro.