La furiosa embestida del presidente de la República contra María Amparo Casar es, para decir lo menos, una desmesura.

Usar toda la maquinaria del poder total en contra de una ciudadana por un

acto no comprobado de corrupción ante ninguna autoridad competente, es delirante y exhibe una sevicia muy lejana de la ecuanimidad requerida para el cabal ejercicio del poder.

Pero además este caso aglutina en un solo racimo, todas las fobias presidenciales, porque ya puesto en la agenda nacional, lo usa para lanzarse –una vez más– contra quienes han osado defender a una persona sometida a tan brutal presión y hasta en contra de las instituciones dedicadas a la protección de los datos personales como complemento de la necesaria transparencia de la vida pública.

El INAI – desde donde se ha abierto una investigación por la vulneración de los datos personales en el expediente divulgado alevosamente–, es (de nuevo) un engendro neoliberal. Los escritores, periodistas, profesores, maestros y académicos cuyas voces se alzaron en favor de Casar, son neoliberales; intelectuales orgánicos, muy alejados de los ejemplares periodistas revolucionarios –no todos pueden ser Jenaro Villamil, sorry–, y por lo tanto no deben ser escuchados y sus opiniones no merecen ser tomadas en cuenta.

Amplio como un disparo de escopeta, el abanico de fobias presidenciales se ha concentrado en este caso cuando –casualmente—faltan 25 días para las elecciones más grandes y violentas de nuestra historia. En ese marco se abre un asunto remoto con casi un cuarto de siglo de vejez.

El relato de todo esto, en voz de Octavio Romero, no puede ser más ramplón, pero comprensible. Haría cualquier maroma con tal de complacer a su amigo y jefe y así lo justifica:

«No puede reservarse información relacionada con actos de corrupción, porque de acuerdo con información periodística o declaraciones de autoridades distintas a la ministerial, los asuntos se relacionan con actos de corrupción…

«…De manera que la propia ley del INAI señala, el propio resolutivo del INAI, del pleno, señala que no puede ser clasificada como reservada. Espero que esta información adicional que estamos dando deje claro qué fue lo que pasó.

«¿Por qué consideramos esto como un acto de corrupción? Porque siendo suicidio se le dio trato de accidente y ese es el resolutivo que señala el cierre de la averiguación de la Fiscalía».

Pero ¿quién cometió el acto corrupto?

En todo este desigual combate algo llama la atención: la salpicadura contra Bernardo Bátiz.  

En el 2002 decía:

«…Tengo toda la confianza en Bernardo, es un hombre honesto y de principios… nunca le hemos insinuado absolutamente nada, no ha recibido ninguna indicación Él actúa en el marco de la legalidad, con criterio».

¿Cómo entonces este hombre de incorruptible condición atendió una solicitud fraudulenta y cambió los documentos del suicidio por la versión de un accidente mortal, en agravio de la empresa de seguros y de la compañía petrolera?

De toda la información se colige una concesión del favor. Y si se estaba pidiendo respaldo para un acto corrupto, del cual tenía conocimiento, al menos de la petición, la corrupción también fue suya. María Amparo lo señala así:

“…Lo que es más sorprendente y me parece que el presidente se pone él mismo la soga al cuello en la página 100 del libro ‘Gracias’.

“…Él relata lo que pasó y dice que fuimos Héctor Aguilar Camín, hazme tú el favor, y yo a pedirle a Bernardo Bátiz que alterara el acta de la procuraduría con el fin de que yo pudiera cobrar la pensión y el seguro… Que le llevó el caso y que ambos consideraron que no era correcto pero que el influyentismo prevaleció. Bueno, están confesando que cometieron un delito”

Y aquí –si las cosas ocurrieron de tal manera–, uno le tiene la pata y otra mata a la vaca, según colige cualquiera. La corrupción es como bailar tango: hacen falta dos.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona