Como sucede con la mayoría de las frases de uso frecuente en no pocos casos se trata de palabras dichas sin saber realmente su significado. El lenguaje se va llenando de expresiones cuya repetición las convierte en parte de un repertorio hueco; o mejor dicho, un repertorio de “ideas comodín”, cuya utilidad es rellenar los huecos dejados por la falta de ideas propias.
Cuando alguien con ínfulas de sabihondo nos dice cómo serán las cosas “al final del día” o nos convoca a tomar en serio algo para lo cual es necesario “arrastrar el lápiz” o “arremangarse los puños de la camisa”, ya no hace falta nada más para reconocer la verdad: el tipo es un cretino.
Eso está bien cuando uno habla con esa subespecie de la intelectualidad conformada por ejecutivos de publicidad o mercadotecnia o ambas, pero no es posible tomar en serio a alguien cuya preocupación consiste en aplicar fórmulas como aquellas en el análisis político donde la corrección es simplemente dejarse llevar por la corriente y de manera irreflexiva (cuando no plenamente hipócrita) se acepta, alaba y preconiza en público aquello imposible de sostener en privado.
En público nadie es racista, ni excluyente; nadie desprecia a los indios ni se burla de los “nacos”, ni mira por encima del hombro a los pobres. No se le dice “gata” a la sirvienta; se le llama cálidamente “la muchacha”.
Todo mundo habla de la solidaridad pero las listas de morosos en los condominios tapizan las paredes. Nadie acepta la corrupción pero está dispuesto a cualquier dadiva para brincar cualquier trámite.
Quien se sale de los márgenes siempre cambiantes de la moda y el acercamiento a lo políticamente llamado “correcto”, incurre en una nueva forma de la herejía.
Por ejemplo, quien diga: Juan Pablo II condujo una iglesia digna del siglo XV y encubrió los pecados clericales del siglo XX, vera caer sobre su cabeza todos los dicterios y maldiciones del mundo católico.
La corriente llevaba miles de balsas sobre las cuales, en su momento, navegaban los adoradores de Marcos. Pobre de aquel capaz de cuestionar su indigenismo globalizado; guay de quien osara analizar con rigor sus actitudes y su escenografía selvática.
Cuando se lo tragó el tiempo ni quien lo extrañe. Hoy tiene un nuevo santo en el nicho y analizarlo sin adhesión, viene a resultar otra blasfemia.
Si antes eran los indígenas la materia de la modosa compasión, hoy son las víctimas, pero la obligación de aplaudir viene siendo lo mismo. Es lo “políticamente correcto”.
Por eso vale la pena abundar en esa expresión. ¿Cuál es su origen, cual su significado?
Sólo tengo a la mano una referencia seria del asunto. La presenta Umberto Eco, cuyo prestigio está fuera de toda duda, en un texto publicado en “La Reppublica” en 2004.
“Considero –dice— que el término “políticamente correcto” se utiliza hoy en día en un sentido políticamente incorrecto. En otras palabras, un movimiento de reforma lingüística ha generado usos lingüísticos desviados. Si leemos el artículo que Wikipedia (una enciclopedia on line) dedica a lo PC (así se designa ahora mientras no se produzcan confusiones con los ordenadores o con el antiguo Partido Comunista), encontraremos también la historia del término.
“Parece ser que en 1793 el Tribunal Supremo de Estados Unidos, (en el caso denominado Chisholm vs Georgia) argumentó que era muy frecuente citar un estado en vez del pueblo, para cuyo bien existe el Estado, y que por tanto era not politicalli correct en un brindis hablar de Estados Unidos en lugar de “el pueblo de los Estados Unidos”.
“A comienzos de 1980 el movimiento fue cuajando en los ambientes universitarios estadounidenses como una alternación del lenguaje consistente en hallar sustitutos eufemísticos para usos lingüísticos referidos a diferencias de raza, género, orientación sexual o discapacidad, religión u opiniones políticas, con el fin de eludir discriminaciones injustas (reales o ficticias) y evitar ofensas.”
Como se ve es un caso más de implantación de conceptos ajenos. Una gringada más, pues.
Por la batalla del lenguaje políticamente correcto en Estados Unidos desaparecieron los negros y llegaron los “afroamericanos”, así como en México se diluyeron los maricones y llegaron los “gay”; se acabaron los cojos, los tullidos y los tarados: irrumpieron los minusválidos.
Y así como, llegaron todas esas nuevas formas lingüísticas, cuya finalidad es limitar la ofensa y separar la connotación del adjetivo, se presentaron los términos del nuevo discurso en cuyas líneas, memorizadas por la lectura de todos los comunistas (quienes defienden lugares comunes) en las publicaciones de moda.
De ahí brincaron todas estas fórmulas a los medios masivos, especialmente la radio y la TV desde donde algunos colegas míos, algunos de mi amistad y afecto, tienden los puentes (pontifican) en favor de todas las buenas causas, sin faltar ninguna.
Y yo pregunto, si hay tantas buenas causas, ¿cómo entonces triunfan las malas?