Lo políticamente correcto en nuestros tiempos es hacer pública profesión de amor por los perros. Usarlos a ratos como acompañantes o meterlos en una bolsa de Vuitton si se trata de minúsculos chihuahua (y aquí Chihuahua va con minúscula, dadas las enanas condiciones de los perritos).
Personalmente creo en aquello del mejor amigo del hombre y me parece una maravilla un can bien cuidado, entrenado, sano y limpio, sin embargo no creo en la proximidad indebida con las mascotas. He tenido animales maravillosos a los cuales, cuando pude, les dediqué tiempo y atención, paseos y medicina. Pero cada quien en su territorio.
No hace falta leer a Axel Munthe para amar a los animales, ni tampoco demasiado cacumen para darse cuenta del grave riesgo sanitario de más de un millón de perracos enfermos y descuidados; de la incontrolable proliferación de satos sarnosos por las calles de la ciudad.
Nidos ambulantes de pulgas y piojos, costales de sarna y sobre todo, desventurados aportantes de excremento para la maloliente ciudad cuya atmósfera es una nube de minúsculas briznas, todas ellas invisibles, de caca de perro y de humano, pues ¿sabe usted?, una de las características de nuestra subdesarrollada condición, casi como si estuviéramos en Bombay o Calcuta; Lagos o Dar es Salaam, es el llamado fecalismo al aire libre, pues millones de mexicanos depositan sus detritus donde dios les da a entender si fuera asunto de la divinidad iluminar el entendimiento de nadie para fines tan sucios como echar donde caiga la “yerba sin ráiz”, decía la campesina. Si el polvo fecal brillara, me decía un biólogo amigo míos, no necesitaríamos alumbrado público. Eso respiramos día con día.
Si cada perro callejero produce diariamente (y en esto no cuento a los gatos ni los millones de ratas de la ciudad subterránea) cien gramos de excremento, haga usted el favor de tomar una calculadora y decirse a sí mismo cuántas toneladas diarias de mierda se secan al sol y el aire de la orgullosa ciudad de todas las libertades, con todo y sus bicicletitas y sus pistas de hielo.
El comercio de animales en México es un negocio sin regulación, como sucede con casi todo(ha leído usted a Souza Reylli los demás. Los animales sin dueño, los “perros noctívagos” (1) cuyos cadáveres aparecen un día si y otro también en las avenidas de mediana velocidad, son un problema real. Y para resolverlo se debe comenzar por el principio.
No es posible emprender programas de esterilización masiva de animales pues no hay forma de controlar las miles de colonias y calles una a una, llenas de perros sin dueño ni rumbo. Los hay en los parques, como en Chapultepec, donde de cuando en cuando atacan a los corredores de “El sope” o se engullen la torta dominical una tarde de cumpleaños.
Las asociaciones de protección animal, los clubes canófilos y demás agrupaciones pías, se mostraban hace unos días muy contentas por las evolucionadas leyes contra el maltrato hacia los irracionales por parte de algunos salvajes. Pugnan por la desaparición de los palenques con gallos de pelea, las corridas de toros y las riñas de perros. Bienhaya.
En Japón acometerían, con justicia, contra los peces enfurecidos bajo el agua, pero de ese modo no eliminan (ni podrían) el sufrimiento real de los miles y miles de animales sin redención posible; enfermos, atropellados, abandonados y desvalidos cuyos silenciosos pasos deberían resonar en sus oídos. Y en los nuestros.
La disyuntiva es dejar las cosas como están o aplicar, de a de veras, el rifle sanitario, como si habláramos de los millones de aves sacrificadas por un brote de gripe aviar o las vacas con sesos espongiformes o los caballos con encefalitis.
Los animales deberían estar todos registrados, protegidos y bajo cuidado constante. Deberían ser propiedad de personas responsables y cuidadosas. Esa sería la mejor manera de respetar su dignidad.
Yo no se si en verdad las jaurías salvajes de Iztapalapa hayan sido causantes de muertes humanas ni tampoco en la necesidad de hacer juicios individuales hasta probar cuál de los canes participó en los homicidios. Pero si se una cosa: nuestro grado de incivilidad se mida por la cantidad de perros sueltos en las calles. No lo he visto ni en Copenhague ni en Berlín.
Pero pedir orden en esta materia es pedir demasiado. Si no sabemos quiénes fueron los vándalos del primero de diciembre, menos vamos a saber cuales perros cometieron los asesinatos de Iztapalapa y cuáles han sido detenidos sin justicia alguna.
Si, por otra parte, ya derogamos el artículo relativo a la paz pública, pues bien podemos olvidarnos de cualquier acción jurídica entre los perros y la ciudad.
ESPONTÁNEO
Escribe Ángel P. en los comentarios a “Crónica” sobre mi condición de asesor en la CNDH. Aviador, dice.
Yo le recomendaría (a él o a quien lo haya enviado) ser más cuidadoso. Cuando me quiere acusar a mí de “aviador” en realidad ataca a la Comisión de tener “aviadores”. Mis labores dentro de la CNDH (CF57602160) fueron debidamente conocidos por la Contraloría interna (durante más de seis años) y gravados por la Secretaría de Hacienda. Nada escondido.
¿Por qué escribo ahora estos temas? Porque no tengo ningún roce de intereses y porque me lo permite el artículo sexto de la Constitución. Y no diré ya más de estos asuntos.
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(1).- “Su desconfiar ingénito era ratificado
por los perros noctívagos, en cuya algarabía
reforzábase el duro presagio de María (RLV)”.