Prestos y diligentes a encaramarse en el vagón de cola de los lugares comunes de cuya melcocha se nutre el manual de la corrección política, los “neo-jesuitas” (tan lejos de aquellos perseguidos y expulsados de España y sus provincias por Carlos III, “…con trompetas y timbales, por voz de pregonero público…”, incurren ahora en groseros actos de censura. Los educadores, se han vuelto censores.
El cronista Rafael Cué, editor, divulgador de la tauromaquia y cronista taurino, ha denunciado la clausura de una exposición fotográfica en el campus de Santa Fe, con el baladí pretexto del respeto a todas las formas de la vida. Como si una fotografía matara.
“…Hace algunos años –cuenta Cué–, esta casa de estudio recibió en donación por parte de la familia González más de 220 mil negativos fotográficos de un hombre que hoy puede considerarse un cronista de la ciudad desde el punto de vista de la importancia de la fiesta de los toros en México, Carlos González Frey.
“… el estudiante de Historia del Arte de noveno semestre, Hugo Martínez Gómez, dedicó horas de estudio, análisis y curaduría del archivo mencionado, con ilusión e iniciativa, montó una exposición… denominada “Una vida en imágenes, toros y toreros” ya montada, (que) sería inaugurada el 16 de noviembre.
“Cuál fue la sorpresa y desilusión de Hugo al enterarse que la universidad por medio de un mensaje en “X” desde su cuenta @IBERO_mx que cito a continuación: “La IBERO informa que suspendió esta exposición. La Universidad promueve el respeto a todas las formas de vida…”
Nadie sabe hasta ahora a cuál vida se irrespeta con fotografías de hace diez o veinte o más años. Una muestra –por ejemplo, de la Cristiada y sus muertos o de los jesuitas Javier y Joaquín asesinados en la Tarahumara –, ¿también sería clausurada so pretexto del respeto a la vida?
Vaya pequeñez de argumentación.
Resulta extraño el arribismo de estos modernos jesuitas, tan lejos de aquel Pedro Arrupe (lo conocí en Roma), cuyo respeto por la vida se probó con los heridos por la explosión nuclear en Japón. Cierren el Museo de Hiroshima; expone la muerte.
Pero más allá de todo esto, abruma y desilusiona la superficialidad de quienes simulan ignorar la parte histórica y cultural de la fiesta. Nadie les pide torear en Santa Fe. Pero desdeñar y censurar una herencia cultural, previa hasta del culto guadalupano con su secuela hasta el siglo XXI, resulta repugnante.
Yo estudié antropología en esa Universidad y ahí aprendí el valor social de los mitos y los ritos. La Ibero olvidó.
La fiesta de toros va en camino de extinción, es cierto. Pero una cosa es el espectáculo actual y otra su documentación, su huella histórica. Y de eso trataba la muestra censurada. El censor niega la libertad de los demás por temor; no por autoridad. Mucho menos por superioridad.
El censor (frustrado con poder de frustrar a otros), reflexiona: No pienses si no piensas como yo; no sepas si yo no lo autorizo; no veas si yo me niego a mirar.
¿Esa es la identidad ignaciana del rector Arriaga en su informe cuando dijo:
“…cuando hablamos de fortalecer la identidad ignaciana nos referimos a construir puentes y ampliar los horizontes de encuentro…” Vaya.
Olvidan los neo jesuitas la presencia de un capellán en cada plaza de toros (Roberto González de la Monumental de México, por ejemplo). Se olvidan de las obras eclesiásticas –iglesias, capillas– construidas con la sangre de los toros –y también de los toreros– en innumerables pueblos y el arte de costura y bordado de imágenes religiosas en los capotes de lujo.
Olvidaron al arzobispo Luis María Martínez (1946), quien, hisopo en mano, bendijo el ruedo y la Plaza México.