Hace algunos años el escritor Norman Mailer publicó una hilarante crónica en la revista “Playboy” en la cual daba cuenta de algunas de sus experiencias en México, ese lugar donde la casualidad escribe la realidad y después la mira en un espejo ciego.

Esto del espejo y lo demás no lo ha dicho Mailer, es cosa mía, pero él se centraba en una imagen. Sólo por eso le debieron otorgar un tercer Pulitzer: el obrero de la construcción sabotea sin saberlo la inauguración del edificio: deja un paquete de trapos en el desagüe y todo se inunda, mientras a unos metros de ahí un segundo cirujano abre al paciente para retirar las pinzas olvidadas por un  colega borracho cuyas manos presurosas cerraron la herida sin  retirar el instrumental.

Eso es México. Los hospitales estallan; las guarderías se incendian. Muertos por racimos. Total, la vida no vale nada. La nada, ¡pasa nada!,  no vale nada.

Los trenes se descarrilan antes de ser construidos y en las mascaradas se lleva puesto un antifaz transparente para dejar ver la máscara real de cada día. Y debajo de ella, otra careta.

Yo no sé cuántas veces más viviremos esta resignación frente al cumplimiento de la más extendida y cumplida de las leyes de  este país: Ley General de Casualidad, Negligencia e Imprudencia. Porque parece ser inevitable: vivimos siempre llevados por la incierta mano del azar, del accidente, de la casualidad, de lo fortuito, de lo aleatorio.

Aquí es el único país en donde se pueden caer dos aviones de manera casi secuencial, con sendos secretarios de Gobernación, después de la caída del helicóptero de un  secretario de Seguridad Pública cuyo cadáver aparece muchos metros atrás del lugar del accidente.

Aquí puede estallar la mitad de una enorme zona de la ciudad de Guadalajara porque a alguien se le ocurrió verter gasolina vaporosa en el  drenaje.

Aquí los ciclistas circulan de noche en sentido contrario y los motociclistas viajan por el tercer piso, a veces por el segundo del Anillo Periférico o cualquier otra vía rápida, en el enajenado culebrero de su velocidad imprudente; los peseros no tienen luces y la policía no tiene pistola.

Vivimos pues en la ley del «ahí se va», ¿no?

Nadie sabe quién es el verdadero responsable de nada. Hay cosas geniales de las cuales nunca se sabe en dónde están los culpables.

Se puede quemar una discoteca como El “Lobohombo” y la única respuesta simbólica es construir ahí una central de ¡bomberos! poéticamente llamada Ave Fénix. ¿Y el “News divine”?

Nuestra vida es quizás el resultado final de esa suerte tan mexicana del «águila o sol»; «vives o mueres», «te toca o no te toca», «nadie se salva de la raya», y todas esas bobadas con las cuales queremos encubrir este enorme conjunto de irresponsabilidades colectivas de poner “diablitos”, de hacer agujeros para el gas y romper las tuberías del agua o hacer agujeros para tuberías del agua y quebrar los ductos del gas.

Seguimos transportando cilindros de licuado de petróleo como en el  siglo pasado.

Seguimos llevando “pipas” de Petróleos Mexicanos como si fueran automóviles de Fórmula Uno por el Periférico a 110 o 120 kilómetros por horas con 25 mil litros de gas o de gasolina siempre dispuestos a estallar en un choque o una volcadura

No podemos siquiera medir el alto de un tráiler para circular por abajo de un puente. Pero así es, periódicos mal escritos; locutores de noticas tartamudos y por ahí, por ahí…

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

Deja una respuesta