No se debe culpar a este gobierno de toda la violencia dominante. Sólo de la suya.

El régimen actual ha expresado, no sin cierto candor romántico y sin comprobación, cómo el reparto de oportunidades educativas, laborales, de atención de los jóvenes, de eliminación de la pobreza y atención a los marginados, cegará el manantial de la sangre sobre cuyas aguas navega desde hace ya mucho tiempo la vida nacional.

Esa visión es hermosa a los oídos, pero resulta una paradoja ver como mientras más se gasta (otros dirían, invierte) en programas sociales (en verdad electorales), peor es la marea roja.

Pero esa es una violencia, la criminal, cuyos protagonistas son los aventureros del asesinato y la droga,  a quienes lejos de condenar, siquiera en teoría, se les obsequian los frutos de la comprensión y se les extiende la recompensa  por haber sido abandonados durante décadas por el neoliberalismo mediante becas, empleos simbólicos, siembra de árboles y cualquier sucedáneo de la ocupación subvencionada, cuya duración apenas alcanza para la siguiente campaña electoral.

Pero la sangre no cesa como no reposaba el rayo de Miguel Hernández, aunque tuviera otra naturaleza y otra circunstancia.

¿No cesará este rayo que me habita el corazón de exasperadas fieras 

y de fraguas coléricas y herreras
donde el metal más fresco se marchita? 

“¿No cesará esta terca estalactita
de cultivar sus duras cabelleras como espadas y rígidas hogueras hacia mi corazón que muge y grita?”

Hoy en México la poesía parece una crónica de la primera plana: un corazón de exasperadas fieras, de espadas y hogueras donde arden hasta la ceniza los cuerpos de las víctimas del crímen cotidiano, ubicuo, impune, anónimo cuando no invisible bajo un cielo hipócrita y rendido.

Absurda la disyuntiva entre los abrazos y los balazos. Nada remedian los primeros; nada corrigen los segundos. ¿No tenemos en la mente mejores ideas ni mejor construcción.

Por lo visto no. 

Pero hay otras violencias sin la paternidad atribuida a labores de organización criminal: una violencia sin territorios donde vender drogas, secuestrar, extorsionar es cosa de  la casa. 

El monstruo en la misma cama, el ogro bajo el mismo techo, el síndrome de Estocolmo sin salir de la habitación, el abuso crónico, la condición segundona y femenina; la vejación constante de mujeres, el feminicidio, el abuso laboral, la injusta servidumbre lavandera y planchadora sin destino más allá de la escasa supervivencia cotidiana, por no hablar de la trata de blancas; la discriminación injuriosa, la pobreza como falso mérito y orgullo, destino noble alabado desde la cima del poder. 


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Violencia cuando el anatema se dirige a quien quiere abandonar la miseria, subir en la escala cuya cúspide es el poder político, desde donde se condena la aspiración, el intento de mejorar, ascender.

El regaño es violencia social y la confusión de cada mañana entre el púlpito y el paredón es abono en la siembra de la discordia nacional en un país de suyo bronco, como dijmos dijo aquel a quien la vida no le dio tiempo para ver cumplida su profecía.

La brusquedad de los mexicanos, dismulada con suaves formas, diminutivos y sonrisas falsas, se ha convertido, por primera vez de manera sistemática y cotidiana, en una forma de gobierno.

–¿Cuánto tiempo va a durar esta estimulación casi obscena de los peores rencores? ¿Cuánto los insultos ahora extendidos hasta a los gobiernos extranjeros cuya soberanía les impide ajustarse a los caprichos de una diplomacia sin diplomáticos?

Y todo eso, todos esos roces y raspaduras internacionales, esa arenga imprudente, ¿para qué? 

No lo sabemos, nadie lo sabe, pero es evidente cuánto ha durado y ese tiempo prolongado ya debería bastarnos para detener esa ola biliosa de ataques y reprimendas selectivas.

De este lado los míos;  de aquel, los demás. ¿No habrá calma en ese empeño pugnaz y pendenciero?

“…Fatiga tanto andar sobre la arena descorazonadora de un desierto…”

Rafael Cardona | El Cristalazo

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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