Poco importa ya si del suave templete color mostaza en el Patio Central del Palacio Nacional al primer patio Mariano apenas sean necesarios ciento sesenta y tres pasos para hallarse de pronto con la sedente escultura olvidada de Miguel Noreña en la cual Juárez,”El impasible”, mira hacia la Catedral desde la escalinata del recinto dedicado a su memoria en los aposentos donde vivió y murió tras recobrar la República.

Hoy las llaves de Pedro, en la heráldica vaticana, conviven en con el águila y la serpiente.

Por tanto y a la vista de este Palacio vestido de amarillo y blanco, repleto de sotanas, capelos y fajas de obispos,  ya no importa nada aquel encabezado de “El Monitor Republicano” cuyas tristes letras le anunciaban al pueblo mexicano la noticia casi final del 17 de julio de 1872:

—“Juárez agoniza en Palacio”.

Allí, en esos cuartos ahora cerrados y venerados como inútiles reliquias de un minuto desparecido, en los cuales existe el Museo Recinto, lleno de objetos tan muertos como el Benemérito: anteojos, orinales, cabeceras de latón y cartas amarillas; plumas secas y camisas arrugadas para siempre por la plancha plancha del tiempo; levitas, signos masónicos, lámparas votivas sin mayor significado, vitrinas y cartapacios; solo vive el silencio indiferente.

El bronce heroico, cuya figura inexpresiva muestra a Juárez con los ojos hacia el Sagrario, fue fundido —como todos sabemos—, con  el metal de los cañones confiscados al Ejército Imperial en las batallas de Calpulalpan y Silao y con la metralla levantada ene pedacería del sitio de Puebla, hoy no es visto por nadie, ni siquiera por esos presurosos reporteros cuyos abrigos y bufandas los cubren del frío de la espera matutina, antes de penetrar en el Salón de la Tesorería en pos de un cálido café con el cual recuperar los dedos fríos por la fila en la calle de la Moneda.

En la mañana del  sábado todos miraban hacia otro lado.

No a la historia hecha, rehecha y desecha sino a ese reciente relato de la escritura actual. Esa historia sobre cuyos datos y significados darán cuenta los libros del futuro, si el futuro comienza con los diarios de hoy  y la televisión de hace unas horas.

En fin.

Tras caminar los ya dichos pasos entre uno y otros patios, el Central y el de Honor del Palacio Nacional, ya lejano de la estatura de niño y de dedal, convertido en protocolo y misal, la sorpresa deja de serlo para convertirse en visible realidad: vestido con albo traje de gabardina limpia y zapatos negros, el primer Papa latinoamericano en la historia del catolicismo, el habilísimo negociador de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba; quien voló apenas hace unos días de La Habana tras reunirse con el Patriarca ruso Cirilo para una cita aplazada por casi diez siglos, llega a la sede de un Poder cuyos lejanos ecos le impidieron a la Iglesia el control de la vida mexicana durante casi un siglo y medio.

Eso se acabó, total y definitivamente ayer. Quizá para siempre.

Por eso la ciudad fue completamente distinta en las horas recientes. Por eso, por el encuentro, las calles están cerradas y la ciudad patas arriba (jubilosa por ese mismo hecho) sin una queja ni una petición de auxilio por parte de nadie para quejarse por tapones y calles clausuradas (la Lindavista y la Guadalupe Tepeyac, junto a la Basílica,  fueron zona de sitio (como El Zócalo y el Centro en su primer perímetro), la gente (ese colectivo en el cual caben todos, especialmente los demás) se arracimaba en la inútil y fugaz espera de horas y horas para mirar al Pontífice Blanco en su ”Papamóvil”, dispensando bendiciones, sonrisas y miradas a la infinita  grey de sus expectantes fieles, sus hijos, sus devotos, sus correligionarios, los bautizados, confirmados y casados por la bendición de la Santa Madre y Maestra Iglesia de todos los católicos del mundo, como si cada uno de ellos fuera el único en su corazón, pues ni siquiera un corazón tocado por la gracia de manera tan especial, señalado por el Espíritu Santo para ser el Vicario de Cristo, puede querer a tantos al mismo tiempo.

—¿Cuántos miles de pares de ojos lo han observado con pasmo y sobresalto como si esas milésima de segundo se hubiera logrado  una conexión personal, un milagro fugaz e instantáneo?

Nadie lo sabe pero la ciudad se despierta y se despereza poco a poco como un gato sorprendido por la mañana.

Puertas cerradas, ventanas apagadas. Cortinas metálicas de los negocios dormidos,  y poco a poco, como sombras, los hombres y las mujeres camino al Zócalo, a retenes con arcos de seguridad, a las filas revisoras de voluntarios de malos modos y poca voluntad.

—Por aquí, no, por allá, por más allá, por donde dijimos no primero, por ese rincón, por esa esquina.

—Llévelo, llévelo; su recuerdo del Papa, le vale diez, le vale diez, para que no los pague a veinte, para que lo los pague…

Por eso en la calle Madero por la mañana helada del invierno papal, el gobierno regala playeras con el CDMX y el Pontífice; tortas y refrescos, o mejor dicho, sandwiches naranjas y “frutsis» y los mercvaderes de la oportunidad irrepetible venden fotografías, llaveros y baratijas sin chiste como tomarse la foto junto a una silueta de cartón del heredero de Pedro.

Pero el Papa ha puesto las sandalias del pescador en las viejas piedras del Palacio.

Debajo están el México republicano y liberal del siglo XIX, los afanes de la Independencia y en el balcón la campana de San José y las huellas de Miguel Hidalgo, cura al fin  y al cabo, como Morelos o como el Padre Mier o como cualquiera de los muchos actores de la historia.

Y más abajo las ruinas del paganismo ahora reivindicado bajo el esplendor antropológico del “multiculturalismo” y el pasado indígena. Al fin y al cabo el mejor indio siempre ha sido el indio muerto haya o no agonizado en el Palacio Nacional.

Tras sus pasos en silencio sobre el mullido rojo de la carpeta, se adormecieron también los ecos de otro tiempo. Ahí muy cerca, en el piso superior, se hizo la Constitución de 1857 y ahí se reunieron los mexicanos para conocer las insólitas evoluciones de la Guerra Cristera, cruel, incomprensible y hasta hoy poco explicada.

Por esa puerta ya no pudo entrar Álvaro Obregón el invicto general asesinado por un jesuita como Jorge Bergoglio, el Papa Francisco, quien expone sus pensamientos sociales y su oferta para el gobierno mexicano:

“…A los dirigentes de la vida social, cultural y política, les corresponde, de modo especial, trabajar para ofrecer a todos los ciudadanos la oportunidad de ser dignos actores de su propio destino, de su familia, y en todos los círculos en que se desarrolla la sensibilidad humana, ayudándoles a un acceso efectivo a los bienes materiales y espirituales indispensables…la formación de la responsabilidad personal de cada uno…

“…Es una tarea que involucra a todo el pueblo mexicano en las distintas instancias tanto públicas como privadas, tanto colectivas como individuales.

“Le aseguro —dice y alza la mirada— que, en este esfuerzo, el gobierno mexicano puede contar con la colaboración de la Iglesia Católica, que ha acompañado la vida de esta Nación y que renueva su compromiso y voluntad de servicio a la gran causa del hombre.”

Como si Dios le extendiera la mano al César. Darle a cada uno lo suyo.

Poco antes el Presidente Enrique Peña, también había definido los campos. Sin ruptura, sin lejanía. Quizá con  distancia, con  prudente distancia:

“… A los gobiernos —le dijo—, nos corresponde crear las condiciones para asegurar un piso básico de bienestar a nuestras sociedades, garantizando oportunidades de desarrollo para todos.

“Desde lo espiritual, a la Iglesia Católica y a las demás religiones del mundo, les toca seguir promoviendo la esperanza y la solidaridad, la fraternidad y, ante todo, el amor.

“De ahí la importancia de tener un Estado laico, como lo es el Estado mexicano, que al velar por la libertad religiosa, protege la diversidad y la dignidad humana.

“Por su parte, a los ciudadanos les corresponde practicar y transmitir los valores que nos permiten convivir y avanzar en sociedad”.

Y tras los discursos y las fotografías y las sonrisas, el Papa sale a la gran plaza.

Y entonces la enorme campana María Guadalupe —como todas las otras—,  sacude con agilidad de bailarina obesa sus 17 toneladas y desde la altura de la enhiesta torre, abarca  la mañana con el invencible bronce de su tañido victorioso, triunfal, abrumador en el rebato de gloria, en el repique de la hora tantos años esperada: un Papa en el Palacio Nacional.

Una parte de la historia ayer agonizó en Palacio.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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