Excepto por la noticia de su muerte en “Proceso” y un emocionado y lúcido comentario de Porfirio Muñoz Ledo en “El universal”, no advertí en los medios más atención por el deceso de Jesús Puente Leyva hace ya varias semanas en los últimos días de octubre.

Su partida me conmovió. Su presencia como representante de México en Venezuela, Perú, Argentina y Uruguay habría sido suficiente para una mayor atención por parte de los medios. Pero las cosas son así.

Hace meses escribí un texto inspirado obviamente en Puente Leyva. Tiene muchos datos reales y otros aportados por la fantasía. Pero en el fondo es un retrato suyo.

Así lo advirtió en su momento Heriberto Galindo quien buscó una entrevista con Jesús para publicarla en la revista “Examen” cuya dirección encabezaba por aquellos meses. Puente había leído el texto cuya reproducción ahora ofrezco y puso como condición para hablar, hablar conmigo. Nunca se hizo.

Como un recuerdo a su memoria y a nuestra amistad, comparto con los lectores este texto. No tiene la importancia de la oportunidad periodística. Cuando lo hice era muy temprano. Ahora es muy tarde, pero no importa, la eternidad no tiene prisa.

“LA TRISTEZA DEL EMBAJADOR

“La verdad me sorprendió verlo así, como abatido, como si tantos años de representar al país en ceremonias, negociaciones, intrigas palaciegas y demás le hubieran dejado una eterna actitud de personaje en espera de la fotografía.

“Estaba impecable en una chamarra deportiva y finos pantalones de lana inglesa. Guardaba las maneras quien llega a la Corte de Saint James, al Quirinale o a Planalto. Pero no lograba disimular su desencanto. Él cuya erudición urbana me había fascinado en los años de la juventud; él, experto en figones, fondas y lugares de la noche. Él, alegre y extrovertido, amigo de las jóvenes bailarinas de la Guerrero, de la vieja Santa María la Redonda, del Lirico y todo lo demás.

“Hoy parece un náufrago en la marea de su pasado. Nada de aquello existía ya.

“Lo había conocido en sus tiempos de esplendor juvenil en la política mexicana, también desaparecida. Era uno de los jóvenes terribles nacidos a la vida pública al amparo entonces renovador de un presidente cuyo nombre todos habían olvidado. Era en aquellos tiempos impetuoso, imprudente y enorme en la oratoria.

“Subyugó al viejo Tío Paco, como siempre le dijo. Se trataron y se quisieron sin perder nunca la distancia entre el subordinado y el discípulo, empleado y favorecido.

–¿Ya lo fuiste a ver? Le pregunté como si no supiera de la demencia senil del olvidado caudillo.

–No he ido ni quiero. Me daría mucha tristeza.

–¿Y a él?

–A él le daría más. Le mandé una nota. Entre nosotros con eso es suficiente (como si no supiéramos los dos la imposible lectura de cualquier cosa por parte del anciano de los ojos perdidos).

“Guardé silencio. Subí por el puente de Avenida San Antonio y enfilé como si no quisiera la cosa rumbo a la Universidad. Desistí y al llegar a la desviación sobre el Anillo Periférico, enfilé rumbo a Lomas de Becerra. El embajador miraba todo con el displicente fastidio de quien mira un espectáculo aburrido.

–¿Cómo es posible que hayan hecho esto?

“Bajamos hasta encontrar la salida de Alta Tensión. Miró estupefacto una chimenea forrada con láminas de cobre en varios arcos puestos nada más para disfrazar el pegote. En alguna época fue una cementera y una fábrica de asbesto; Eureka se llamaba.

“Hoy se alzan unas viviendas multifamiliares idénticas en la monotonía disfrazada de estilo. Edificios enladrillados, sin mérito de arquitectura; panales para la clase media baja empeñada en el sueño eterno de los mexicanos, la casa propia.

“Cruzamos con la facilidad de la mañana dominical y salimos rumbo al oriente hasta dejar atrás la estación “Observatorio” del Metro.

–¿Esa es la terminal de los camiones a Toluca?

“Bajamos y la rutina de la nueva ciudad estalló de pronto. Toldos de plásticos amarillos y azules, los picores de la fritanga grasosa por todo el aire, moscas, charcos y gente, mucha gente con incomprensible prisa. Los taxistas en filas irregulares, los ruidos excesivos, los gritos. Sucias las baldosas de entrada a los andenes y extrañamente brillantes los pulidos pasamanos; esplendorosos por el interminable sobar y frotar de miles de manos callosas en el sube y baja de las escalinatas ya hendidas en ciertas partes gracias a los miles y millones de pisadas, como los peldaños de los viejos campanarios.

“Los puestos de periódicos, las revistas de picardías y truculencias groseras. “Les gusta la tortilla”, dice la cabeza de un pasquín donde luce la fotografía de dos estrellas de la TV en el montaje de una falsa sicalipsis de incontenible “ñerismo”.

“Envueltos en los nubarrones del diesel y la gasolina regresamos al auto.

“Por la nueva vía de un túnel (paso deprimido, le llaman en el extraño neo lenguaje del PRD) llegamos a la avenida de los Constituyentes. Chapultepec de un lado; detrás las colonias Daniel Garza y América. Entramos al Camino de los Toros, caminamos por Amado Camacho.

–¿Qué busca embajador?

“Me cuenta de una novia de hace muchos años. Por aquí vivía, me dice. Ya debe haber muerto, como yo.

–Usted no está muerto, no joda.

(Continuará mañana)

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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