Como hechizado, absorto en la contemplación reverente de quien tanto le ha dado y más le ha ofrecido, el secretario de Seguridad Pública, con los ojos entornados y quizá húmedos por la devoción mira a su benefactor. Lleva las manos en la espalda y apenas si gira el cuello mientras el gran patrón realiza una hazaña prodigiosa, cuya generosidad nos permite compartir: habla por teléfono.

Su actitud, mientras le pregunta a un ubicuo sabio sobre los daños del terremoto en Oaxaca, en Chiapas, en todas partes, como si la ubicuidad fuera un don conferido por el cargo de la protección civil, equivale a otros grandes momentos de la historia, es como ver a través del tiempo a Washington en el Potomac, Aníbal sobre los elefantes, Julio César en el Rubicón  o Napoleón en la batalla de Marengo. 

Todo eso se graba en el patio de Honor y se difunde a la nación y al mundo, urbi et orbi;  el pueblo puede ver en vivo y en directo cómo se gobierna, con cuánta firmeza se ordena, tu me informas, tu me dices; aquí estamos. Y al fondo un austero automóvil espera por si es necesario el desplazamiento seguro del Jefe del Estado a sitio menos frágil porque ya se sabe, el Palacio Nacional está fracturado, vencido por el tiempo y el suelo excavado para hacer el Metro, pero principalmente por el peso de los siglos. 

Pero mientras el secretario de Seguridad contempla pasmado cómo se doma al sismo, la delincuencia organizada le hace honor a su nombre: en menos de tres días le van a meter sangre y fuego a la ciudad de México y en una terrible emboscada le harán conocer al secretario de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México, Omar García Harfuch, el calor del plomo y el frío hálito de la muerte, a la cual ha esquivado por centímetros o milímetros, pues lo ingresan herido a un hospital privado.

El cartel de Jalisco ha iniciado una guerra abierta, por lo visto desalmada en contra del Gobierno; no del Estado, porque este es una entidad jurídica invisible. Es el todo y la nada. 

Pero mientras el crimen planeaba este atentado feroz, el secretario de Seguridad Pública del gobierno federal, Alfonso Durazo, perdía el tiempo en la exhibición por las redes sociales de un presidente hablando por teléfono.

–Los quiero a todos aquí, dijo la voz de mando. ¿Usted quién es?

–Yo soy Toda la Fuerza del Estado, para servirle, señor presidente.

–¿Y usted?

–Yo soy Todo el Peso de la Ley, a sus órdenes.

Bueno, pues salgan y hagan saber el mensaje al mundo, no vamos a permitir, etc., etc., ya saben. Repitan esto por todos los confines de la patria y háganlo en nombre mío. Abrazos, no balazos.

Salieron las doñas Toda la Fuerza y Todo el Peso, arrastrando arrobas de justicia a su paso. 

–¿Nos irán a dar un bono, mana? 

–No creo respondió Toda la Fuerza, estamos en austeridad franciscana. 

Mientras tanto, enfurecido, el secretario federal de Seguridad Pública , al saber del atentado contra su compañero de la Seguridad Ciudadana de la gran capital, se dispuso a actuar decididamente. 

–Ahora van a ver estos cabrones de lo que soy capaz, dijo para sus adentros. Y luego para sus afueras.

Tomó un celular del alto poder, el “Barret” de los teléfonos inteligentes y mandó un  tuit capaz de estremecer al universo con su clara potencia y su contundente decisión:

“El gabinete de Seguridad condena enérgicamente el ataque a Omar García Harfuch titular de la Secretaría de Seguridad Ciudadana.”

Nombre, ya con eso tienen los carteleros jaliscienses disfrazados de Grupo Carso. Tras esa exhibición de poderío, no les van a quedar ganas de nada. No saben con quien se han metido. 

Pero no está sólo el señor secretario atacado por los delincuentes, criminales, sicarios y cómplices. Con la simultaneidad y sincronización antes reservada para defender a Irma Eréndira, todos mandan sus mensajes solidarios, hasta el pobre (es un decir) Johnny los compara con los sicarios de la información y los condena por tratarse de residuos neoliberales. 

¡Ah!; cómo sorprende la pesada artillería tuitera de la IV-T. Si el cártel dispara con cuernos de chivo, todos le contestan con mensajes de pajarito azul tras cuyos trinos cibernéticos saldrán derrotados en la batalla final, como también sucumbirán todos quienes han denigrado a  Putla, locación oaxaqueña donde contra suposiciones falsas no se practica la trata de blancas, no; es –dijo Adelfo—corazón de la cultura mexicana y no el horroroso poblacho criticado en la televisión por el racista Jorge Castañeda.

Bueno, hasta desde el Palacio Nacional se ha participado en la reivindicación de  Putla, Oaxaca, y por favor, compañero tipógrafo, no me vaya usted a propiciar una hoguera con una pifia en la composición de este texto. P U T L A. ¿Estamos?

Pero asuntos putlenses aparte, la verdad todos seguimos conmovidos por el atentado a un joven –y no por eso menos experto– policía; el mejor de México dicen algunos, quien es hombre de estirpe y educación de cuyos antecedentes familiares no nos vamos a ocupar ahora pues son de todos conocidos, pero cuya frustrada ejecución es prueba de tantas cosas como no quisiéramos saber.

Por ejemplo, la displicente actitud del gobierno federal cuando ya se habían  registrado indicios de un atentado por venir y nada hicieron, bueno, si hicieron pero en sentido erróneo, equivocado, porque si todas las mañanas –casi a la misma hora del atentado–, desde hace casi dos años se reúne el gabinete de seguridad, para confortarse con el cafecito de las seis de la mañana  antes de la comparecencia del Señor Presidente ante los medios en la cual se ve quién vende más barata la gasolina, o cuántos ángeles caben en la punta de un  alfiler, algo deben estar haciendo mal porque no se enteran, no saben, no previenen, no impiden todo aquello de lo cual deberían  tener control como si de verdad funcionara el proclamado y presumido sistema de inteligencia.

Quizá por eso nos dijo Gorostiza en la muerte infinita, la inteligencia, soledad en llamas. 

Y eso por no hablar  de la genial estrategia de combatir las causas, no los efectos del crimen; o sea, la pobreza, la injusticia; atraer a los jóvenes para alejarlos del delito, gracias a los programas de aprendices, meritorios y principiantes, cuando no de sembradores de arbolitos y guayabos en la selva Lacandona o el nobilísimo afán de educarlos mediantes becas para convertirlos en becarios y no se vuelvan sicarios, ni siquiera de los denunciados por Johnny Talker. 

Pero quizá la peor de las reacciones es la arrogancia. La respuesta, el desafío ultra violento es consecuencia de la eficacia en el combate en contra de los criminales, con lo cual se admite tal repercusión como si fuera algo inevitable y hasta calculado. Y no, las acciones en favor de la ley deben prever las reacciones de los afectados. Si muere el perro la rabia se termina. 

La capacidad criminal se acentúa. Ya se cargan a un juez o atentan contra el hombre bajo cuyo mando hay sesenta o 70 mil policías de toda clase, desde auxiliares hasta altamente especializados, en una ciudad donde hasta hace un par de años los carteles acusaban pero por debajo del piso. 

Hoy, quizá asociados con los del cártel de Tlalpan, (siempre protegido por gobiernos de izquierda); los de Tepito, los de la Unión, los de Iztapalapa y todo el corredor Morelos-Guerrero,  han llegado hasta una altura no ensayada antes.

Quedan las amenazas contra Marcelo Ebrard, el ex secretario de seguridad Pública, quien a pesar de no ser capaz de llegara Tláhuac e impedir un linchamiento, algo puede ayudar a la autoridad actual con datos del pasado no tan lejano.

El gobierno ha sido desafiado y no será con mensajes de tuiter como se resuelva este reto soez. Quizá, además del aroma del café matutino, deberíamos saber cuál es la verdadera utilidad de las asambleas matutinas de seguridad en el Palacio Nacional.  

Ojalá y se supiera antes de ir a Washington, con todo y las petacas dispuestas.

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Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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