Imaginemos. Usted tiene una hermana a la cual, como suele suceder con los de la misma sangre, quiere mucho. En algunos sentidos ha sido su imagen cercana en los afanes políticos (ella es un poco mayor, debemos decirlo).

La señora desarrolló una carrera política a la par suya. Ambos subían la dificultosa escalera del poder en su partido. Su mayor cargo, hasta la fecha fue ser Senadora de la República en la misma época cuando usted ocupaba la presidencia del partido y luego la coordinación parlamentaria de su fracción en la Cámara de los Diputados.

Pero quiso la fortuna llevarlo a usted a la Presidencia de la República. Su hermana había terminado su periodo legislativo y vivía en una especie de semi retiro del cual no quería apartarse mientras usted ocupara el alto cargo ejecutivo nacional.

Pero las ambiciones políticas no siempre saben de la prudencia y dadas las circunstancias (como decía aquella señora: por si en otra no me veo), la hermana rompió sus intenciones y se lanzó por el gobierno de su estado natal. Salió derrotada de las elecciones, apenas a unos meses del término constitucional del fraterno mandato.

Y vinieron las prisas.

Y también vinieron las “listas” de los candidatos plurinominales de su partido. Por un milagro celestial, la hermana suya aparece en ellas. Y directo, sin pasar por un riesgo electoral de derrota (sería la segunda consecutiva) vivirá seis años en el Senado sin haber puesto sus méritos bajo la lupa de la preferencia ciudadana.

-¿Es la derrota a un cargo ejecutivo mérito suficiente para llegar al Senado?

Al parecer sí.

Otro caso notable y similar es el de un caballero cuya ambición le mandó dejar la Secretaría de Hacienda para incursionar en un proceso interno por la candidatura presidencial. Como fue derrotado por Josefina Vázquez Mota, enfiló sus pasos al Paseo de la Reforma.

Y otro distinguido militante del equipo suyo, aquejado por algunas enfermedades serias, tiene para sí la protección futura también en el Senado convertido en refugio de la derrota.

Y en otros partidos hay muchos casos similares. Pero en ninguno se establece la relación de fraternidad entre la agraciada con la candidatura y el Presidente de la República en funciones.

Esto no debe escandalizar a nadie. Es parte de (podríamos llamarlas así) de las ventajas meta-constitucionales de la Presidencia, entre las cuáles esta el control del Partido en asuntos similares. Una especie de cuota familiar como bien lo podrían probar (en una escala menor), Humberto Moreira y su hermano Rubén por no mencionar cualquiera de los cientos de casos parecidos.

En todo esto pensaba con la lectura del libro, “Los Kennedy. Mi familia”. En él, Edward M., el menor de la dinastía, cuenta cómo procesó su hermano desde la Casa Blanca, el anuncio de su intención de convertirse en Senador, cargo en el cual vivió más de medio siglo, muchos de ese tiempo después de la muerte del Presidente.

“Evidentemente, el presidente está enterado de la declaración de su hermano, que prefiere que el pueblo de Massachussetts decida esta cuestión y que el Presidente no se involucre. En respuesta a dicha petición, la Casa Blanca no hará más comentarios.”

Ted Kennedy ganó las elecciones, obviamente, con el auxilio de un equipo de asesores pagados y dispuestos por… el presidente, su hermano. Pero ganó las elecciones

DILETANTES

Los académicos y profesores de instituciones más o menos prestigiadas han dado certeza a aquella vieja frase de José Pagés Llergo: hacer periódicos sin periodistas tal y como se sirve chocolate sin cacao o café sin cafeína.

Pero eso tiene riesgos. Olvidar o desconocer las reglas del oficio, lleva a los diletantes a casos como este:

Cito a Alberto Begné en un artículo del diario EXCELSIOR:

“…Lo que sí es inédito, inaudito e inexcusable es que, al amparo de esa libertad (de expresión pública en los medios), alguien le deseé la muerte a otra persona, sea quien sea. El pasado 22 de febrero en el programa “Es la hora de opinar de Foro TV”, cuando Leo Zuckermann preguntó:

“–¿Qué hacer con Elba Esther Gordillo?”, Denise Dresser respondió:

“–Mi primer instinto, que creo es el de muchos que nos están viendo, es pensar… y me apena decirlo, pero sé que es un sentimiento compartido, que se muera en su siguiente cirugía plástica”.

“–No conozco –sigo con Begne–, sus demás instintos. Pero el primero basta y sobra para descubrir un talante lleno de odio e intolerancia.

¿Quién se cree esta señora? Por lo visto, la flamante vocera de una colectividad imaginaria (“…sé que es un sentimiento compartido…”), una pudorosa pistolera verbal (“…y me apena decirlo…”), la deseosa aniquiladora de sus adversarios (“…que se muera…”).

Benditos sean los diletantes.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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