Cuando la Segunda Guerra Mundial partió el mundo en dos, también dividió, maniqueamente, las formas del pensamiento. Los buenos y los malos.

La propaganda americana, con todo y su poderosa industria cinematográfica y publicitaria, nos hizo creer en una opción luminosa, con muñecos de Disney y canciones de Sinatra, contra otra parte oscura, fría y triste, dominada por la maldad.

Todavía no hace mucho tiempo se propalaba desde los corredores de la Casa Blanca, la existencia del “Eje del mal”, para referirse a quienes deseaban la demolición del mundo americano.

Los rusos, conocedores de la historia, siempre temieron —desde Yalta—, la alianza internacional en su contra y a ese pluralismo opusieron la “globalización” del comunismo, el fomento a las revoluciones, la desestabilización planetaria, tanto por razones de expansión, como de defensa.

A final de cuentas la suma de las repúblicas socialistas soviéticas (más los países “libres” como Hungría, Checoslovaquia, Rumania y toda la Europa oriental), formaba el conjunto más grande del orbe bajo una sola bandera, un solo sistema y un solo liderazgo.

Stalin saltó de ser un oscuro comisario, al emperador más potente de la historia. Después vinieron Nikita, Breshnev, Andropov, Chernenko, Yeltzin y en el derrumbe imperial, Gorbachov.

Pero Rusia, derribada la Unión de las Repúblicas Soviéticas y evadidos de su órbita los países de la Europa del Este, no puede vivir sin la tradición más arraigada de su historia: el culto del poder.

Como muchas otras naciones, Rusia necesita un hombre fuerte al cual admirar.

Ya sea para verlo nadar en los hielos del Báltico, matar un oso a pedradas (y si se pudiera con las manos desnudas), verlo en combates de arte marcial japonés, mirar cómo rompe ladrillos, con los nudillos o cómo subyuga multitudes en un estadio al final de la Copa del Mundo, en cuya lluvia tempestuosa, sólo él y nadie más merece y tiene de inmediato, a la primera gota, el auxilio de un edecán infalible, con el paraguas en el brazo tendido.

Vladimir Putin era un jefe de estación del KGB, lector de Pushkin y Gogol; campeón de tiro con arco y pistola; capaz de desarmar y volver a ensamblar un AK-47 con los ojos cerrados o perforar una moneda a 1,200 metros con una mira telescópica acoplada a su fusil de asalto; pianista, jugador de hockey y político sagaz, cuando Donald Trump defraudaba a sus socios en operaciones inmobiliarias en Queens y correteaba putas encueradas por los pasillos de una torre dorada.

Esa es la diferencia.

Cuando Putin esperaba en Pekín una reunión con Den Xi Ping, el año pasado, en el salón donde se reunirían había un piano. El ruso se sentó y tocó una larga melodía dedicada a su ciudad, San Petersburgo. Cuando la cortesía china alabó sus habilidades musicales, el ruso mostró la zarpa:

—No sabíamos de sus talentos como pianista, le dijo Xi Ping.

—Un espía —respondió—, debe saber de muchas cosas. Lo hubiera hecho mejor, pero el piano es muy malo”.

En esas condiciones no es sorprendente el resultado de la junta de Helsinki.

Donald Trump, preso de sus propias contradicciones formativas (o deformantes), ha querido jugar un juego en serio con un profesional del doblez, el disimulo, la maniobra de ajedrez.

Y se ha exhibido como un idiota y según algunos, como un traidor. Culpar al FBI por la actuación de los rusos en una campaña inducida de desprestigio electoral del partido demócrata, con la salida final de su victoria en los comicios, ha sido sacrificar la reina con todo y tablero.

Hoy el sueño de Ronald Reagan quien quería llevar a Gorbachov a una gira de la ilusión por los Estados Unidos para hacerlo mirar cercanamente la maravilla de un sistema ya parece algo lejano e innecesario.

Putin, cuya capacidad de autopromoción no tiene par en el mundo, con el aprovechamiento —entre otras cosas—, de los juegos de invierno en Sochi; la reunión del G-20 en San Petersburgo y sobre todo con el Mundial de la FIFA en todos los magníficos estadios rusos, ha mostrado otra imagen de su país, aun cuando la propaganda de occidente se esfuerce, ya sin fruto, en mostrarlo como el despiadado dictador cuya mano aprieta el cuello de los disidentes.

EL AJONJOLÍ

El sacerdote Alejandro Solalinde se ha convertido en el ajonjolí de todos los moles. Ahora es el correveidile ante el EZLN cuya comandancia se ha hecho presente a través de la negación:

“…No; nosotras, nosotros, zapatistas, no nos sumamos a la campaña “por el bien de todos, primero los huesos”. Podrán cambiar el capataz, los mayordomos y caporales, pero el finquero sigue siendo el mismo”. Y así se hacen notar.

Solalinde (como antes el obispo Samuel Ruiz), se ofrece como intermediario.

—“Voy a entregar una carta que yo recibo —dice—, porque ahora el presidente está descansando porque no había descansado”.

Puro oportunismo.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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