Resultaría inútil a estas alturas cualquier intento por regatear la importancia del movimiento de Javier y los sicilianos. La Paz con Justicia y Dignidad es una real aspiración mexicana más allá del excelente fraseo con el cual Sicilia prolongó el célebre y colectivo y sincero grito de estar hasta la madre. Hasta la “mega madre”, dice una voz popular.
También resultaría insensato negar el sacudimiento de los jóvenes del 132 y cuanto se vayan acumulando en estos días. Ya lograron dos grandes conquistas nacionales: confundir la programación del duopolio con una Cadena Nacional y hablar sin rejas con Obdulio Ávila en la secretaría de Gobernación. Todo un hito en la historia nacional.
Pero en el caso inicial de estas líneas llama la atención el diagnóstico de Javier Sicilia en cuanto al verdadero significado de cada candidato, juicio inevitablemente alusivo y extensivo a los partidos propulsores, impulsores y activos en los respaldos respectivos. De un plumazo, o mejor dicho, de cuatro golpes de verbo y pluma (una fuente de sangre con cuatro chorros), Sicilia los puso en su sitio y no le quedó en su sitio cabeza títere alguno. Bravo.
A Josefina Vásquez le dijo:
“Para muchos, usted, señora Vázquez Mota, significa la continuidad de una política que nos ha sumido en el horror, la miseria y el despojo, el señalamiento duro a las corrupciones de los otros partidos, pero la incapacidad autocrítica para ver las del suyo y la protección o la simulación frente a delincuentes o malos funcionarios de su partido que ocupan y ocuparon cargos políticos, incluso de Estado.
“Usted representa a un partido que nos debe la transición y que se ha corrompido a grados ignominiosos con el poder. Usted representa un partido que después de doce años deja como una de sus herencias un inmenso camposanto como patria”.
A Enrique Peña la advirtió:
“usted representa el regreso al pasado, es decir, el regreso al origen de la corrupción de las instituciones que hoy se desborda por todas partes y cuyo rostro no es sólo la violencia, el dolor, la corrupción, la impunidad y la guerra, sino la imposición de la presidencia imperial, el uso patrimonialista de la nación y la represión –Atenco, la respuesta descalificadora a los muchachos de la Ibero, la manipulación mediática frente a sus legitimas protestas, son sus señales más claras. Representa también el voto corrompido, el voto comprado, el voto no ciudadano, el de la miseria moral y el de la arrogancia y los intereses de los monopolios de la comunicación”.
Para Andrés Manuel fueron estas palabras:
“Para muchos, usted, señor López Obrador, significa la intolerancia, la sordera, la confrontación –en contra de lo que pregona su República Amorosa– con aquellos que no se le parecen o no comparten sus opiniones; significa el resentimiento político, la revancha, sin matices, contra lo que fueron las elecciones del 2006, el mesianismo y la incapacidad autocrítica para señalar y castigar las corrupciones de muchos miembros de su partido que incluso, contra la mejor tradición de la izquierda mexicana, no han dejado de golpear a las comunidades indígenas de Chiapas y de Michoacán o a los estudiantes Guerrero. Significa también la red de componendas locales con dirigentes que años atrás reprimieron a quienes buscaban un camino democrático, el señor Bartlet es sólo la punta del iceberg”.
Y Para Gabriel Quadri este diagnóstico implacable:
“…Usted, señor Quadri, significa la usurpación de las candidaturas ciudadanas –que nos negaron junto con la Reforma Política—, la arrogancia y una doble moral que pretende reivindicar el liberalismo y criticar los monopolios mientras usted sostiene su campaña apoyado en la mafia…”
Concedamos absoluta certeza en esos diagnósticos. Pero preguntémonos también si ante esa muestra de desesperanza en las circunstancias del mundo real, del juego político, de la “Realpolitik”, podemos encontrar siquiera una rendija por la cual, salir. Quizá la haya pero en las palabras de Sicilia este redactor no las mira, al menos no en el corto plazo.
Claro, se dirá la organización cívica, ciudadana, social. Y es cierto, pero así como los ciudadanos les exigen a los políticos el cómo más allá del qué, también se le debería exigir a un movimiento de tanta profundidad política, de tan veloz inserción en la vida pública y de tan aguzado sentido para el diagnóstico de la desgracia, una real fórmula de colaboración interinstitucional más allá de la ley de víctimas con todo y su edulcorada inoperancia.
Claro, también hay un camino: abolir las instituciones políticas actuales; los partidos por delante, y sustituirlas por cofradías de buenos cristianos en pos del reino de los cielos en la tierra.