La maravilla de los libros consiste en su eternidad. No importa si los guardamos en un arcón, en un estante o en cuarto sombrío. Ellos brillan por sí mismos, se nos presentan cuando los buscamos y siempre nos dicen cosas distintas. Las palabras no se borran, los compromisos detrás de ellas, tampoco. Por eso son valiosos. Son aun tiempo confesión o testimonio. Creación o plagio. De todo hay.
Hace unos días encontré sin buscarlo (Borges habría dicho, él me encontró a mí) un librito breve y bien encuadernado; mejor diseñado y editado, con un título sugerente: “El valor de educar”. Lo escribió Fernando Savater. El volumen ya dicho se imprimió en un mes como este, pero del año 1997, como parte de una colección auspiciada por el Instituto de Estudios Educativos y Sindicales de América Latina y el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación.
Como todos sabemos en aquel tiempo la estrella de la secretaria general, Elba Esther Gordillo, brillaba con un fulgor de ceguera: muchos escritores importantes (quizá ella los hizo más importantes con enormes tirajes) se peleaban por acercarse a la calle Galileo y mirar desde la altura del piso superior las frondas lejanas del Bosque de Chapultepec. Muchos comían en su mesa. Y uno de ellos era el filósofo Savater (con permiso de Hegel, claro).
El ya dicho libro (244 pp) tiene, como debe ser, un prólogo cuya redacción no podía ser más untuosa:
“A guisa de prólogo
“Carta a la maestra
“Permíteme querida amiga que inicie este libro dirigiéndome a ti para rendirte tributo de admiración y para encomendarte el destino de estas páginas. Te llamo “amiga” y bien puedes ser desde luego “amigo” pues a todos y a cada uno de los maestros me refiero (lindo modo de curarse en salud ¿no?),pero optar por el femenino en esta ocasión es algo más que hacer un guiño a lo políticamente correcto.
“Primero, porque en este país (donde cualquiera vende espejitos “filosóficos”) la enseñanza elemental suele estar mayoritariamente a cargo del sexo femenino (no de personas de género femenino, nótese) –al menos tal es mi impresión: humillo la cerviz si las estadísticas me desmienten–; segundo, por una razón íntima que queda aclarada suficientemente con la dedicatoria de la obra y que quizá subyace, como ofrenda de amor, al propósito mismo de escribirla.
“En lo tocante a la admiración tampoco hay pretensión de halago oportunista (¿y quién había sospechado tal cosa?). Vaya por delante que tengo a maestras y maestros por el gremio más necesario, más esforzado y generoso, más civilizador de cuantos trabajamos para cubrir las demandas de un estado democrático…”
Y el rollazo sigue hasta llenar trece páginas con ingeniosos juegos de palabras, retruécanos chistosos (más o menos) y justificaciones diversas sobre sus orígenes y derivaciones; sentido general y apreciaciones particulares. Pero no tiene sentido repetir más, sobre todo si recordamos aquello del botón y la muestra. Basta, pues.
Lo notable de este libro es su carácter de obra por encargo. Y quién le hizo el encargo.
Explica el editor (a):
“…Hace algunos años Savater amplió su bibliografía con dos volúmenes dirigidos a los jóvenes: “Éticas para Amador” y “Política para Amador”, libros que además de encontrar respuestas entre sus destinatarios han servido como introducción no premeditada a su obra.
“Nada más natural, entonces, que la afilada inteligencia de este filósofo para explorar la cuestión educativa , ese territorio de lo público donde se produce y reproduce el saber colectivo, donde se transmiten certezas y temores de una comunidad. Estamos seguro que después de su lectura –y de ahí la petición expresa que le hicimos a Savater para que escribiera este ensayo–, las maestra y los maestros de América Latina estaremos en mejores condiciones para encontrar o imaginar en el trabajo cotidiano, esas “claves” de razón práctica que nos ayuden a cumplir nuestra labor civilizadora en una perspectiva democrática”.
No hace falta demasiado para darse cuenta la razón de tanta ternura acumulada en las sentidas palabras del prologo, en un país donde la palabra “maestra”, en ese ámbito casi patronal (mecenazgo, le llamaría otro), siempre tuvo nombre y apellido. Especialmente cuando hacía “peticiones expresas” de filosofar al mejor postor. O la mejor postora.
Pero lo notable es la machicuepa, la desmemoria disfrazada de neutralidad. De lealtad, ya ni hablamos. Lea usted esto:
“El escritor Fernando Savater (El universal) reconoció ante el secretario de Educación Pública, Emilio Chuayffet, que las reformas educativas impulsadas en México están encaminadas a recuperar y prestigiar la figura del maestro, toda vez que es importante brindarles la mejor preparación posible y reafirmar su papel social; trabajo que corresponde tanto al gobierno como a la sociedad mexicana.
“Chuayffet se reunió con el filósofo español para dialogar sobre la Reforma Educativa y las leyes secundarias en la materia; las cuales, afirmó, buscan que todos los mexicanos puedan acceder al sistema educativo, tengan la posibilidad de obtener los mismos resultados y con ello garantizar el interés superior de la infancia…
“…el filósofo español puntualizó que la educación enseña a los seres humanos a utilizar la libertad y también — reconoció ante el secretario de Educación Pública, Emilio Chuayffet–, que las reformas educativas impulsadas en México están encaminadas a recuperar y prestigiar la figura del maestro, toda vez que es importante brindarles la mejor preparación posible y reafirmar su papel social; trabajo que corresponde tanto al gobierno como a la sociedad mexicana”.
¿Y a quienes más les encargaron textos para esa biblioteca del magisterio? Luego le cuento.