Investigar, descubrir y exhibir la identidad de Baroja se convirtió, para algunos, en una finalidad. Y Campbell desempolvó algunas de sus obsesiones: la relación entre el poder y los medios, especialmente en los sótanos, en los textos por encargo, los fantasmas de la pluma. Y en Proceso desplegó el fruto de sus investigaciones.
La muerte de Federico Campbell me entristeció, pero no tanto como si a esa pena se hubieran agregado resquemores por cierto, jamás existentes, derivados de la cacería estilística con cuya habilidad el detective de las palabras diseccionó mi trabajo hasta esclarecer hace ya muchos años (a medias), el misterio de Pedro Baroja.
Para quienes ignoren ese episodio de la política editorial en México, les diré brevemente. En el sexenio de Miguel de la Madrid hubo un famoso nombre de pluma: Pedro Baroja cuyo análisis cada semana (Excélsior) exhibía los pecados, los motivos y la personalidad de quienes golpeaban al presidente. Era una especie de derecho de réplica (cuando esto no existía) ante el cual se irritaron sobremanera los “puros” y los monopolistas de la verdad y la crítica.
—¿Cómo alguien osaba hablar de ellos y para colmo, desde la cobardía de un seudónimo?
Investigar, descubrir y exhibir la identidad de Baroja se convirtió, para algunos, en una finalidad. Y Federico Campbell, dueño en este país de una biblioteca sobre los más extraños asuntos, desempolvó algunas de sus obsesiones: la relación entre el poder y los medios, especialmente en los sótanos, en los textos por encargo, los fantasmas de la pluma. Y en Proceso desplegó el fruto de sus investigaciones. Cuatro o cinco planas.
Quien quiera saber de esa metodología puede buscar la revista o simplemente leer Pretexta, compleja novela en la cual la identidad de un autor espectral es parte básica.
“…Mire usted, la prueba de paternidad de un texto depende –dice FC— de la relativa frecuencia del uso de ciertas palabras clave según se comparen con su relativa frecuencia en el millón de palabras de una lista de control. Las palabras típicas de un autor son las que él usa mucho más a menudo que otro…”
De este modo, y mediante la aplicación de modelos desarrollados por Alvar Ellegard y Claude Brinegar (quien desentrañó los misterios de Mark Twain), Campbell se dio a la ingrata tarea de comparar cientos de columnas de Baroja con textos míos anteriores al año 83. Leyó reportajes y libros míos, analizó y halló en la escritura algunas huellas digitales.
Y publicó, con cierta cautela, el feliz hallazgo de la identidad, cosa en la cual lo habían precedido Margarita Michelena y un individuo de cuyo nombre no quiero acordarme. Una vez detonada la bomba, los editores se sentaron a esperar las consecuencias. No las hubo y si ocurrieron, fueron adversas a sus intenciones. Proceso imaginó el cese de Baroja gracias ese “desahabillé”. No fue así.
Los artículos se siguieron publicando incluso durante el gobierno de Carlos Salinas. Y una triste tarde, Pedro Baroja murió en un accidente de carretera en Galicia. Su esquela publicada en México fue objeto de una investigación cuyos autores no vieron jamás el cadáver, pero, en cambio, se enteraron de la resurrección del personaje, en las mismas páginas donde había nacido siete años atrás, durante otro gobierno, casi en un país distinto.
David Huerta, amigo entrañable de Campbell y a quien le debo el obsequio de Pretexta; novela ya mencionada, me dijo un día sobre los mínimos temores de Federico quien suponía mi resentimiento hacia él (siempre fue extremadamente atento y delicado) por una identidad descubierta o al menos atribuida.
Yo debo decir lo contrario, gracias al “descubrimiento” mis bonos subieron. Como decía Salvador Novo, si quiere hacerse famoso en México, escriba con un seudónimo. Hice rabiar a algunos hijos de puta (no digo nombres porque no se habla de los difuntos), y me carcajee de su indignación fingida. Yo los había descubierto en verdad y ellos utilizaban una investigación literaria para defenderse, atacándome a mí. Federico nos había dado a todos una lección: él fue el único sensato.
Después de eso lo busqué, le ofrecí mi mano y le dije en tono de broma: …el odio no ha nacido en mí… Ni había motivo. Él había hecho un trabajo notable, con entrega intelectual, con personalidad, con audaz rigor. Y yo no tenía –ni tuve jamás—, motivos para un encono ni para una queja.
Desde entonces nos vimos con relativa frecuencia. Casi siempre en la Condesa; en los cafés, en el puesto de periódicos, en la banqueta. A veces nos sentábamos a hablar de nada en especial. Comentábamos libros y yo siempre resultaba beneficiado por su tiempo.
Hablar con él nunca me dejó sin una enseñanza, siempre me dijo algo nuevo, siempre me ayudó quizá sin proponérselo; siempre expuso verdades incómodas con tono suave. La relación entre los medios y el poder –en sus muchas versiones y formas—, realmente lo ocupaba.
Siempre cordial, lo vi por última vez hace varias semanas cuando lo encontré por casualidad a las puertas de la casa de Raúl Navarro el talentoso pintor cuyo domicilio está en la calle de Amatlán. Me contó de un viaje cercano y quedamos de vernos a su regreso, asunto ahora imposible de toda imposibilidad.
Hoy sólo me queda decirle póstumamente, las mismas palabras de tantas veces: gracias.
Otro editorialista msiterioso fue R. Pérez Ayala (Excélsior). Pretexta, vigente. Campbell también estudiaba a Leonardo Sciascia.