Tradicionalmente las elecciones “intermedias” no causan tanto interés en los ciudadanos como las presidenciales.

En este caso, con la concurrencia de nueve procesos electorales en otros tantos estados de la República, la participación crecerá, necesariamente, en esos lugares donde se renuevan Ejecutivos. En el Distrito Federal la elección en las delegaciones (vaya oxímoron) quizá sea suficiente para convocar a algunos a las urnas. Pero nadie baila de alegría ante la “fiesta cívica”. No hay tal.

De todas maneras la participación no será mayor del 40 por ciento. Al menos eso dicen los calculistas electorales. No da para más.

Eso quiere decir, si se van a gastar 8 mil millones de pesos para atender a un universo electoral de ochenta millones de empadronados, pues los ciudadanos deberían ser las figuras importantes en el proceso, pero más de la mitad de ellos ni siquiera se darán por aludidos. Decepcionados o simplemente desinteresados, pero más de 50 millones de mexicanos le van a pintar un  violín a la urna. Simplemente, les vale madres.

Así pues cada voto va a costar más del doble de cuanto debería. Y cada ciudadano desencantado de la fórmula electoral, aumentará el margen de un virus mortal para la democracia: la incredulidad, ya no sólo en los protagonistas políticos, sino en la fórmula misma de la convivencia.

Quizá sin  proponérselo, le darán la razón a Thomas Carlyle quien sentenció en lejanos años: la democracia es el caos dotado de urnas electorales.

Muchos han opinado sobre el desinterés y sus causas. Algunos lo atribuyen al paupérrimo nivel de las campañas en un país donde hasta hace algunos años no existía siquiera la necesidad de hacerlas.

Cuando el PRI organizaba las elecciones a la manera de un padre feliz con la fiesta de su hija quinceañera, todo estaba ordenado desde un principio, hasta la aceptación de los chambelanes y el vals de la apertura; la escalera con humo de hielo seco y las emocionadas palabras del padre en la presentación social de la jovencita. Todo mundo sabía el guión y todos lo seguían.

La campaña era una especie de revista.

El candidato iba de un lugar a otro para decidir a quien iba a ayudar y a quien no. Con las peticiones se hacía un  programá de gobierno y era el IEPES quien reunía toda la información para hacer planes cuyo cumplimiento no era necesario. Los mejores planes lo son en el momento de su presentación.

–Lo felicito, licenciado eran las palabras previas a “lo felicito, señor secretario”.

En México ha habido varias campañas memorables. Obviamente la cívico-política  de José Vasconcelos y la militar de Álvaro Obregón con sus ocho mil kilómetros de extensión. En tiempo reciente, obviamente, la de Vicente Fox con sus arrebatos rancheros y su lenguaje desenfadado, en el cual nadie quiso advertir a tiempo el desastre cultural y político de su gobierno.

Pero luego nos vimos en la necesidad de hacer campaña. Es decir, para usar palabras de hace dos mil años (Quinto Tulio Cicerón 64.a.c.), lograr para el arribo a un cargo público “la adhesión de los amigos y el favor popular”.

Y vino la catarata de argumentos persuasivos y denostosos. Persuadir a los ciudadanos y denostar a quienes desean hacer lo mismo pero en mi contra. La ambición tomada de la mano con la persuasión. Y todo eso con ayuda de los medios.

SONORA

Todavía no hay quien explique cómo aparecieron en el territorio panista de Mexicali, miles de boletas ya cruzadas a favor del candidato azul en Sonora, Javier Gándara cuya imagen se enturbia a cada paso, no importa cuáles esfuerzos hagan él y su gobernador, Guillermo Padrés para evitarlo. Es difícil con ese abogado.

Sus argumentos de inocencia  son absolutamente inverosímiles y quizá ahí haya mucho trabajo para el INE y la FEPADE.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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