¿Cuántas veces el Señor  Presidente –antes de serlo, claro– habrá visto la mañana, la tarde o el anochecer en la Plaza Mayor de la ciudad de México, con ojos de ambición y promesa de tenacidad? 

¿Cuántas veces fueron su contenido simbólico, su piedra de historia, su raíz, su sangre seca en los fondos de lodo coagulado y vencido motores de su infatigable lucha por un poder ahora conquistado con determinación y ejercido con monolítico exceso?

¿Con cuánta admiración de viandante estudiantil, fueron vistos en la juventud los ventanales del Palacio Nacional y esa fachada detrás de la cual Benito Juárez preside con el bronce fundido de la artillería conservadora –de los otros conservadores–,  el otro altar de la Patria restaurada?

El Zócalo, tierra prometida y destino final. Ombligo del lago, centro cósmico, punto vertical del sol hambriento, patio de calaveras despellejadas, zompantle de los fantasmas, tumba de los reaccionarios. 

Asiento del poder convertido en posesivo. Mi poder, mi Palacio, mi Plaza, mi Zócalo, mi historia,  en cuyas cuadrículas de recinto y cemento sembré la protesta del 2006. 

Plaza de mis tardes y mis gloria, espacio sagrado más sagrado aun porque ahí se anudan los hilos de la nueva nación; de ahí salen las órdenes y los presagios, las disposiciones de gobierno y los ejemplos morales. 

Plana pirámide del buen  faraón; iglesia laica –o medio laica, si se pudiera—frente a la herreriana y colosal catedral de los católicos, cuyas torres pacientes y campanas cantoras, han visto todos los pasos del hombre mexicano: de los virreyes y los rebeldes, las monjas y las prostitutas. Aquí resuenan los cascos de la conquista  y los ladridos de fieros  mastines. Aquí se alzó la bandera de los Estados Unidos cuando no era necesario declarar terroristas a los narcotraficantes cuyas balas se responden con abrazos. 

Aquí cayó herido de muerte Bernardo Reyes y su hijo aún nos recita una anacrónica y feble Cartilla Moral, síntesis del empeño pedagógico de la Cuarta Transformación.  Por esta plaza resonaron las botas traidoras de Victoriano  Huerta. Aquí Villa se sentó en la silla y Zapata denunció la brujería  de Doña Leonor. 

Éstas ventanas miran al poniente, pero son el oriente de la Patria. Este es el Zócalo, el festejo del aniversario, de la efemérides. Esta es la Plaza Mayor, este es el tiempo mayor.

Venid y comed. Este es mi cuerpo. 

Hoy es, de nuevo, como el día victorioso de julio del año pasado, cuando las fiestas por los cien días o el aniversario electoral, como cada cuando se necesita gritar por la Independencia, informar sin  requerimiento, festejar sin medida ni recato en el Zócalo de limpias y humo oloroso, con indígenas y hasta la Diosa de la Cumbia y los cientos de mariachis en la fiesta más grande del carnavalesco festejo cuya raíz es otra, más allá de la mojiganga, según dice Jesús Ramírez, el docto vocero del Señor Presidente: 

 “Para realizar esta hazaña democrática es justo por lo que se da esta celebración… el presidente dará a conocer los avances de estos primeros siete meses (¿?) de su gobierno en torno a programas integrales, inversiones, “en fin, los datos duros”.

Datos tan duros como los 30 mil muertos en el peor año de la inseguridad nacional; fuertes como el rotundo cero del crecimiento económico, como el verbo lapidario (de piedra) del vecino del norte cuya animosidad ya es incontrolable; en fin, cosas de la dureza. Nada en relación con las cenizas de niños y mujeres calcinados en Sonora. Eso no. 

Nadie, hasta ayer por la tarde cuando estas líneas fueron entregadas a la redacción, conocía con detalle el mensaje del Señor Presidente. Los datos, sin embargo, son previsibles, los duros y los blandos. 

A las cinco en punto de la tarde, en todos los relojes, cuando ya Pablo Aguado haya confirmado su alternativa en la Plaza México, no podrá el Señor Presidente apartarse de sus frecuentes expresiones. 

Su cotidiana conferencia, siempre vestida, como la Patria Suave, de percal y de abalorio, no se alejará del credo, de la prédica y el dogma.

Por eso está donde está. 

Y quizá, como hace un año, exactamente un año, alguien pueda volver a escribir líneas como estas:

“…El discurso no pasará a la historia como pieza mayor de la oratoria. Si alguien lo llega a recordar,  será  por su enorme y recurrente congruencia.

“Los compromisos planteados a lo largo de la más larga campaña electoral de México, fueron una reiteración actualizada de las ideas cuya defensa y repetición han constituido no un programa de gobierno sino una doctrina política personal.

“La austeridad, la lucha contra el neoliberalismo, el destierro final de la corrupción para asombro y reconocimiento del mundo entero; la obediencia al pueblo consultado son capítulos vivos.

“La lucha por los pobres, la insistencia en los programas sociales, la firmeza en proclamar honestidad y limpieza personales,  hicieron de su Toma de Posesión una confirmación; no una novedad.

“No hubo en la ceremonia ni un solo momento de pirotecnia verbal. No fue la fiesta de las palabras. Más bien la sequedad de un compromiso compartido.

“No fue la ocasión del discurso florido, fue más bien la promesa compartida de usar el gobierno para cumplir con un programa añejo, maduro, larvado durante años de terca reflexión personal.

“En ese sentido López Obrador decepcionó sólo a quienes no lo conocen. Quizá por eso se dividió en dos partes: la formalidad y la popularidad.

“Una cosa fue el Palacio Legislativo con sus protocolos y visitantes extranjeros y otra el Zócalo lleno de seguidores alegres, bullangueros y festivos. Tiempo de cantar y de bailar entre los humos del copal.

“El presidente de la Republica moderna es también el presidente de “la limpia” al aire libre.

“Ahora, comienza la verdad”.

Y de esa verdad hemos tenido un año de aeropuerto abortado, leyes modificadas para servir a los amigos; imposiciones en los órganos autónomos sin autonomía a partir de ya;  peleas y reconciliaciones con el empresariado, sumisión y altivez (fingida) frente a Washington, recortes, ahorro, menos huachicoleo y explosiones. 

Muertos, muchos muertos, Guardias Nacionales invisibles, narcotraficantes perdonados o de aplazada captura, informes, conferencias matutinas, asambleas informativas, anuncios de mandato renovado; periodistas asesinados sin investigación alguna, furia femenina en las calles del ultraje y la violación, ciencia sin científicos, cultura para incautos y por encima de todo, la más grosera y peligrosa polarización de dos bandos antagónicos e irreconciliables, trenzados en la podrida arena de las redes sociales, bañadas con el agua lustral del Palacio Nacional.

Estos son los tiempos de México. Sólo falta Evo Morales en la fiesta y el Palacio Nacional, pues no hay ocasión, como López Mateos, con De Gaulle desde el balcón  central, para gritar “la mano en la mano”.

Se cumple el aniversario primo. 

Ya vendrán el tiempo y sus misterios a escribir la novela, el drama o la comedia del 2020. Nadie sabe cómo viene el futuro, nadie comprende designios y azar. No hay certeza alguna excepto una firmeza: no se apartará este gobierno ni una micra de sus ideas fundamentales, nada lo moverá, ni los vientos, ni los hombres.

Mucho menos los hombres. 

La IV Transformación supera su propia oferta de fácil propaganda electoral. Es un empeño mesiánico, una cruzada, un camino a la Meca, una búsqueda del Grial, una redención aplazada; una misión superior, es la caminata de Aztlán o Chicomóstoc,  de una izquierda mestiza, a veces incomprensible, por llevarnos a la única y verdadera versión del paraíso de justicia y amor. 

Solo hará falta el islote de rocas, la nopalera y el águila hambrienta contra la inerme serpiente ag

ónica en sus garras. 

Por ahora veamos, solamente, quien escribe la historia, nuestra historia.

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Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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