Para regocijo de los agnósticos, burla de los blasfemos y acatamiento de los creyentes, el Vaticano nos regala su más reciente contribución a la simonía: prohibir la libre disposición de los despojos humano convertidos en cenizas después de un proceso de incineración. No. Nada en relación  con Tomás de Lucio y el Río San Juan, en Guerrero. Para nada.

Se trata de llevar las urnas a los sitios designados por la Iglesia.

Ahora nos enteramos, católicos y no católicos, de cómo el Papa Francisco, tan avanzado como para abrazarse con los luteranos o preguntarse quién es él para juzgar a los homosexuales, se pone a cuidar el negocio de  la venta de nichos, espacios panteoneros, criptas y sitios de conservación o resguardo de las cenizas de los fieles, quienes cometen a veces el romántico acto de dispersar las arenas y astillas en el mar de los años mozos; la cima montañosa de la juventud añorada o en alguna parte cercana a los afectos familiares, como por ejemplo al pie del árbol casero por cuyas ramas ya gruesas, una noche de amor el  prohibido pretendiente subió hasta tocar la ventana de la niña enamorada y hoy muerta para la eternidad.

Las cenizas deben quedar en sitio sacro. Y la iglesia, debe administrar los santos espacios como antes hacía con los cementerios del mundo.

Hoy se quiere quedar con los espacios de custodia y guarda ya sean osarios o nichos donde quepan las urnas y no permitirles a sus fieles la ceremonia religiosa sin cumplimiento cabal de esa disposición. El asunto, simplemente es ganar dinero, pues no se hace la obra de Dios con las manos vacías ni puede vivir de la Iglesia quien a ella sirve si la Santa Madre carece de níqueles, chelines, euros y dolaritos para sostener a los pastores. Lógico.

El diario “L’osservatore romano”, explica así el asunto. Y no deja duda ninguna.

“…nueva instrucción de la Congregación para la Doctrina de la fe “Ad resurgendum cum Christo” sobre la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación.

“El documento – presentando en la Sala de Prensa de la Santa Sede el martes 25 de octubre, por la mañana– subraya especialmente el hecho de que no está consentida la conservación de las cenizas en la propia casa.

“Efectivamente, si por motivos legítimos se opta por la cremación, «la regla establece que las cenizas de los fieles deban ser conservadas en un lugar sagrado», es decir, en el cementerio o en una iglesia «o en un área especialmente dedicada a ello».

“A mayor razón, la instrucción, para evitar todo tipo de «equívoco panteísta, naturalista o nihilista», no permite «la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otro modo, o la conversión de las cenizas quemadas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros objetos». Lo cual es debido a que sólo la sepultura en los cementerios o en otros lugares sagrados respeta adecuadamente la piedad y el respeto debidos a cuerpos de fieles difuntos.

“De tal manera la Iglesia confirma la fe «en la resurrección y se separa de actitudes que ven en la muerte la anulación definitiva de la persona». Como si fuera una etapa «en el proceso de reencarnación».

Así pues la iglesia priva a sus creyentes de esa especie de consuelo de convivir con la urna, dentro de la cual quizá aún late el recuerdo emocionado, pues a fin  de cuentas cuando un  cuerpo se incinera, sólo se apresura el proceso de transformación en polvo y se confirma la vieja sentencia bíblica por la cual logramos el retorno a las cenizas, con cuya cruz se decoran la frente los creyentes el Miércoles de Cuaresma.

“Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”, o sea, “Recuerda, humano, que eres polvo y al polvo volverás”;  “Ashes to ashes, dust to dust”, dicen en inglés quienes se alejan un  tanto de los versos inmortales de Quevedo, por cuyo ritmo nos sabemos, al fin y sin remedio,  polvo enamorado.

Esta disposición del Vaticano impide también la nueva industria de la transparente inmortalidad del carbón humano convertido en diamante sintético, cuyos fulgores nos podrían  recordar quizá el brillo de los ojos de la persona amada, la claridad de una sonrisa infantil o la firmeza de una madre severa y comprensiva trasformada en piedra brillante y dura, llena de luz azul.

A fin de cuentas, sin alma, sólo somos un  poco de carbón, otro tanto de hidrógeno; oxígeno y nitrógeno. CHON, como nos enseñaron en las primeras lecciones de química.

–“¿Y usted, maestro dónde quisiera ser sepultado?”, le pregunté a Carlos Pellicer en camino al entierro de Jaime Torres Bodet en la Rotonda de los Hombres Ilustres (así se llamaba cuando éramos menos mamones).

–¡Ah!, mi amigo, dijo con  su voz estentórea, para ser congruente  con mi obra, que me incineren y me tiren en  el Gran Canal”.

–¿De Venecia?

–No, Rafael; del desagüe…”

Y Pellicer era católico.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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