Obviamente habrá quien diga sobre este título relacionado con la nota principal de La Crónica de ayer : es producto de la ignorancia del columnista. Quizás no.
Obviamente hay “protocolos” de actuación para determinar (en teoría) la forma como debe usarse la fuerza legítima del Estado en casos extremos. Momentos graves en los cuales los redactores de tan bien peinados y compuestos protocolos nunca han estado presentes ni bajo fuego.
Son conceptos de papel. La realidad es otra. La “proporcionalidad” y los “índices de letalidad” son conceptos políticamente imposibles (o al menos muy difíciles )de medir en el fragor de una pedrea o un bombardeo explosivo de botellas con o el suicidio de Digna Ochoa.s como en ese caso. trr en el rragor de una pedrea y un bombardeo de botellas con unalñiricas. ácido y gasolina., esquirlas y tornillos.
Los motines de violentos inconformes no ofrecen tiempo ni oportunidad para protocolos. Quien lanza una bomba molotov a los pies de un granadero armado (en el remoto caso de verlo armado) o un soldado con un fusil de asalto (para algo más allá del ornamento), no merecería otra respuesta sino la lógica.
Cada quien usa su arma. El manifestante lanza su artefacto incendiario, el agente de la fuerza pública dispara. Eso podría suceder en otro mundo. Un mundo desaparecido.
Hoy, en cualquier parte del planeta no se reprime a los manifestantes; se frena a las “fuerzas del orden”.
Se les desarma, se les impide actuar; no tienen ni siquiera posibilidad (al menos en México) de esposar a los detenidos; los jueces liberan a los amotinados en un dos por tres y cuando se retiene provisionalmente a 50, se deja ir a 60.
Hace unos días, en este sentido, el Senado de la República tuvo un gesto de equilibrio. Inútil, a fin de cuentas, pero significativo.
“(LR).- Agentes de la Policía Federal que estuvieron presentes en el desalojo en Santiago Nochixtlán, Oaxaca, el pasado 19 de junio, narraron a senadores que ese día los manifestantes trataron de quemarlos vivos.
“Quedé noqueado. Me dicen que me arrastraron a un vehículo y cuando recuperé el conocimiento estaba bañado de gasolina: querían prendernos fuego a mí y a mi compañera. No dejaron de golpearnos, querían lincharnos”, contó José, uno de los elementos quienes no revelaron sus nombres reales ni sus rostros.
“Otro agente, Juan, relató: “Me golpeaban en la cabeza, me amputaron la mano con un machetazo. Para sacarme me tuvieron que quitar el uniforme y poder pasar los filtros”.
“A su vez, la agente Luisa mencionó que una persona “empezó a darme machetazos en la pierna y entonces le dije: ‘yo vengo con Cristo, no sé tú’. Me respondió que no le importaba, pero gracias a Dios no me cortó la pierna.
“Cuando me golpeaban, uno de ellos les gritaba que yo era mujer; ni así les importó. Me daban patadas en la cara, me lastimaron la boca, nos gritaban que nos querían linchar, pero otros dijeron que no, porque íbamos a servir para intercambio”, añadió”.
Importante presencia la de estos agentes, frente a la cual algunos irresponsables actuaron ellos mismos, como manifestantes, tal hizo el senador Fidel Demedicis (PRD, obviamente), quien se puso el uniforme de Torquemada y fungió no como legislador en una audiencia senatorial sino como integrante del Santo Oficio, contra un pobre policía quien sin embargo tuvo las luces suficientes para ponerle enfrente los tacos.
–‘También soy humano’’, le dijo el federal no identificado por seguridad, e insistió:
–‘‘Si a aquella persona no la puedo yo golpear, él sí me puede dañar a mí. ¿Entonces yo puedo morirme?’’
El dilema en la actuación de la fuerza pública para rescate de los espacios públicos bloqueados, secuestrados y controlados para el tránsito y el uso (circunstancia más allá de la libertad de manifestar ideas, puntos de vista o posturas políticas) , se ha agravado hasta el punto de resultar imposible.
El caso de Nochixtlán es claro aun cuando en otro sentido también resulta notorio el magno despropósito revelado en el análisis de Tanhuato.
La historia del rancho “El sol” , apenas comenzada a narrar con verosimilitud por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, inhibirá los intentos de intervenir en otros casos así no sean enfrentamientos abiertos como en ese caso.
¿Después de las revelaciones de Tanhuato quién dará una orden contundente frente a un grupo armado? ¿Y después de Nochixtlán, quién la obedecerá?
En un caso similar siempre será más aceptada la versión periodística, como en la bodega de Tlatlaya, por encima de la exoneración judicial de los acusados. Si lo dicen la ley y la justicia pero difiere del interesado juicio de los demagogos, entonces no se acepta, como ocurrió con aquel célebre caso de Ernestina en Zongolica o el suicidio de Digna Ochoa.
Cada quien tiene su historia y defiende “su verdad histórica”.
Queda para los especialistas en Derechos Humanos (entre los cuales también hay farsantes interesados en minar al Estado), analizar si los policías heridos o torturados, rociados de gasolina, golpeados, secuestrados y víctimas de “tratos crueles y degradantes” por parte de guerrilleros embozados y mezclados con activistas políticos, merecen también la categoría de víctimas (esa conveniente y rentable condición a la cual se acoge gustosamente cualquiera) o son simples reses para morir a estoque en el ruedo de las conveniencias políticas.
–¿Se convierte un grupo beligerante en un sucedáneo de facto de “autoridad” a la cual se le pueden atribuir violaciones a los Derechos Humanos derivadas de su condición de “poder” real? Tanto poder –por ejemplo–, como para impedir la entrada de la PGR al lugar de los hechos para evitar el descubrimiento de sus montajes de victimización.
Ya se podrán devanar los sesos quienes busquen respuestas, pero por lo pronto en este escenario del falso debate entre la fuerza y la debilidad, hay humanos menos humanos. Los policías han dejado de serlo, al menos para el discurso redentor de los derechos fundamentales. Toda una industria.
A esos se les patea, se les quema en uniforme, se les lincha y nunca hay culpables por estos hechos. El verdadero “protocolo” se escribió en Fuenteovejuna.
Por lo pronto el expediente de la CNDH y la recomendación del Ombudsman en cuanto a Tanhuato servirán (involuntariamente) como abono para quienes quieren –con el alevoso auxilio de la Organización de Estados Americanos y demás burocracias internacionales–, definir el rostro de este sexenio como la época negra de los Derechos Humanos en México.
La CNDH ha emitido una recomendación. O una serie de recomendaciones englobadas en un documento extenso. La Policía Federal Preventiva acepta pero no concede. El asunto queda en manos de la Procuraduría General de la República.
Y ahí podrá dormir un prolongado sueño. Estos son asuntos incombustibles. Recurrentes, siempre propicios para la invocación:
Este asunto de la fuerza pública, sus intervenciones y sus excesos ha permeado la memoria histórica de la ilegitimidad autoritaria expresada en el exceso. Recordemos a Gabriel García Márquez quien ha colocado el tema en el centro de la literatura con la impresionante memoria del reportero (parece “El Bogotazo”) en una reproducción del mitin de los bananeros de Macondo:
“–Señoras y señores –dijo el capitán con una voz baja, lenta , un poco cansada–, tienen cinco minutos para retirarse.
“La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anunciaba el principio del plazo. Nadie se movió.
“Han pasado cinco minutos, dijo el capitán en el mismo tono. Un minuto más y se hará fuego.
“José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó el niño de los hombros y se lo entregó a la mujer. “Estos cabrones son capaces de disparar”, murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio, y además convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre, pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadlo Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía enfrente y por primera vez en su vida levantó la voz:
“–¡Cabrones! –gritó—les regalamos el minuto que falta.
“Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladora le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz ni siquiera un suspiro entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por la invulnerabilidad instantánea.
“De pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: “Aaaay, mi madre”…”