No conozco, como el resto de los mexicanos, el testamento del presidente Andrés Manuel López Obrador. El único testamento político de importancia histórica sobre cuyas líneas he pasado mis ojos, data del siglo XVIII (1791) y fue hecho por el rey francés Luis XVI.
Se trata (el monárquico) de un rosario de jeremiadas más o menos como estas:
“…A mi hijo le encomiendo, si tuviese la desdicha de volverse Rey, que piense que débese todo entero a la felicidad de sus conciudadanos, que ha de olvidar todo odio y todo resentimiento y en especial todo lo que tiene relación con las desdichas y los sufrimientos por los que estoy pasando, que no puede hacer la felicidad de los Pueblos más que reinando de acuerdo con las Leyes, pero al mismo tiempo que un Rey no puede hacerlas respetar, y hacer el bien que hay en su corazón, más que en la medida que tiene la autoridad necesaria, y que de otra manera al estar comprometido en sus operaciones y al no inspirar respeto, resulta más perjudicial que útil…”
En eso de perder el respeto de los ciudadnos y por tanto quedar inhabilitado para desempeñar el cargo, Don Luis XVI se anticipó al procedimiento para la revocación del mandato. Lástima para él, los franceses mejor inventaron la guillotina.
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Pero todas estas reminiscencias de disposiciones en vida para prolongar estrategias, ideas, métodos y valores políticos, vienen a la memoria por el anuncio presidencial sobre las frases en cuya redacción ocupa ahora parte de su tiempo. También sorprende su capacidad de escritura, porque no bien acaba de concluir su libro, sobre el primer trienio de su camino en el Ejecutivo, cuando ya lo asaltan las sombras del ocaso y coincidentemente con una revisión cardiaca y un procedimiento de inspección arterial y angiológica, nos sorprende con algo inesperado. Bueno casi toda sorpresa es inesperada, pero en este caso lo es más porque yo, al menos, no le conocía preocupaciones metafísicas al Señor Presidente. Y todo aquello cuya posibilidad acaso ocurra post mortem, es campo metafísico para el difunto.
Nos dice con un alto sentido de la responsabilidad:
“…“Quiero también decirles que yo tengo un ‘testamento político’. No puedo gobernar un país en un proceso de transformación, (no puedo actuar con irresponsabilidad), además con estos antecedentes del infarto, la hipertensión; mi trabajo que es intenso, sin tener en cuenta la posibilidad de una pérdida de mi vida… ¿Cómo queda el país? Tiene que garantizarse la gobernabilidad…”
A mi me parece digno de elogio tan alto sentido de la importancia del cargo y la trascendencia de su vida. Quizá eso explique por qué su mano estimuló las ambiciones corcholateras y muchas otras urgencias y acciones casi desesperadas contra el tiempo, como lo del tren tumba árboles y cosas de esas, pero la mala noticia, al menos en mi modesta experiencia, es la imposible gobernanza a partir de un testamento.
Eso apenas lo consiguió el Caudillo Franco quien preparó al Rey Juan Carlos de Borbón para cuando él se mudara al Valle de los Caídos de donde ya lo echaron. Bueno también lo lograron Hugo Chávez y Fidel, pero…
Ahora vale una pregunta:
¿A quien va dirigido? ¿Quien cumplirá su voluntad en beneficio del pueblo más allá de la hora de su venturoso paso por la tierra? ¿Quien garantizará la gobernabilidad ‘post mortem’ si no la tenemos hoy en muchas zonas del país?
Y como no se conoce el texto, pues resulta imposible trazar el retrato de quien lo deba ejecutar o quizá repudiarlo en inadmisible acto de blasfemia; no se sabe.
¿Quien va a gobernar con un instructivo?
No sabemos, como tampoco por qué el parte médico lo divulga el secretario de Gobernación y no el de Salud de cuya ciencia no se sabe intervención alguna en este caso. Ni en los demás, claro.
A raíz del reciente derribo de la flamante estatua
de AMLO en Atlacomulco, el Dip. Torruco deslizó
que en el testamento de marras se prohibiría
cualquier tipo de estatua post mortem.