Ocultan las manchas del leopardo su sigilosa presencia entre el follaje de la maleza; tras los barrotes de su pelaje el tigre disimula el bambú en el herbazal de sus líneas negras; el camaleón se viste con los ocres de la ramazón mientras sus ojos periféricos todo lo advierten antes de extender el fulgurante rayo de su lengua para atrapar a la mosca verdinegra.
Todo es camuflaje, como la ropa de los soldados ocultos durante el avance con el pecho en el suelo y las manchas marrón y olivo de sus uniformes, con los cascos llenos de varas y ramas. Vestidos de blanco los combatientes del invierno se confunden con el paisaje nevado. El pez plano se recuesta en la arena y pasa desapercibido. La mantis es una varita mortal en la rama del árbol.
El camuflaje es un manto de engaño y protección. Como en la política.
El gobierno actual de la ciudad de México, femenino, innovador y de derechos, exultante en su informe de ayer –su segundo balance de autosatisfacción y autocomplacencia–, tan definitivo y determinado en el control de la epidemia, durante el lejano tiempo cuando había apenas mil doscientos muertos por la epidemia, para ordenar el cierre de parques, tiendas, centros y plazas comerciales, museos, clubes deportivos, albercas y pantallas de cine; teatros y aun antes de poner etiquetas de color a las fases restrictivas, ya había reconocido las dimensiones de una pandemia feroz, limitante y peligrosa y tomó entonces los cuernos del toro y si no pudo evitar la enfermedad, sí pudo contener los contagios… temporalmente.
Pero su estrategia chocó de frente con la del gobierno federal cuya necesidad de simular un dominio sanitario del todo fallido (pero jamás reconocido ), asentado en la premisa fundamental de esta administración por cuya estrategia la imagen y la propaganda son lo importante; no la realidad, cuyos designios se ignoran a cualquier precio.
Así se produjo el salto.
Se trata de hacerles creer a los ciudadanos, los pobres, los ricos y los de en medio, cómo hemos cambiado. Gobierno palabrero, discursivo, mendaz e ineficiente, tan terco como para declararle la guerra a una simple tela protectora en la nariz y la boca. Nada tan poderoso como un capricho.
Mientras la ciudad decretaba el cierre protector, ahora olvidado en el nombre de patrañas QR y demás medidas persuasivas y suplicantes, la voz infalible repetía desde la cima: ya domamos la pandemia, ya aplanamos la curva, tenemos servicios suficientes y en diciembre de calidad escandinava; ya fabricamos respiradores, ya importamos equipos, ya fuimos a China por cubrebocas y a Pfizer por vacunas, ya está todo en vías de solución, ya advertimos la luz en el final del túnel; como en la economía, como en la seguridad, como en todo y por todo.
Nada nos vence, nada nos detiene. Hemos ganado desde ahora. se nos dijo una y otra vez desde el terco púlpito de la conferencia matutina o en el informe cuya cita histórica se goza con su arrogancia: tenemos el 70 por ciento de aprobación y con eso basta. Y tuvimos treinta millones de votos.
Todos creyeron en la seriedad con que se abordaba la pandemia,
Todos menos los médicos, las enfermeras sobrecargadas de enfermos; los enfermos y los familiares peregrinos de puerta en puerta en busca de una cama; los infectados, los comatosos, los muertos. Hoy ya son más de ciento diez mil de ellos y forman el silencioso ejército de la evidencia.
Tampoco le creen la Organización Mundial de la Salud ni las Naciones Unidas cuya burocracia ha sido convocada a repartir las inexistentes medicinas y vacunas vedadas para los distribuidores mexicanos.
Ahora, cuando la cresta de contagios y defunciones se alza, cuando hemos tenido casos cotidianos por miles, el gobierno de la CDMX se debate entre dos aguas: la lealtad a una imagen Y orden presidencial como proyecto insaciable de dominio político, y una posible candidatura presidencial para ostentar ante el mundo cómo la Cuarta Transformación puede llevar por vez primera a una mujer a la silla mayor del Palacio Nacional.
Gran argumento en la mercadotecnia política.O gran muleta tras la cual embiste la regenta.
Y esa mujer –en el nombre de sus aspiraciones y también de su fidelidad absoluta a quien la ha puesto en su elevado cargo– camina sobre el cable del funambulismo administrativo y en lugar de repetir la oportuna (entonces) decisión de cerrar los sitios de concurrencia, asume el gradualismo del semáforo daltónico: hay naranjas con mejillas de escarlata, o como decía Pellicer; hay azules que se caen de morados.
Juego de colores para no decir lo evidente y necesario: estamos en una alerta roja; no un naranja enrojecido, porque las advertencia limítrofes sólo engañan, esconder, como las rayas del tigre o las manchas del leopardo: Es el paso sigiloso de un mimetismo dual.
–¿Cuál de esas dos mujeres es la auténtica?
¿La equilibrista entre el discurso endogámico de supervivencia y avance en el ánimo de su jefe político, o la determinada del mes de abril cuando tomó la primera medida de gobierno para actuar en lugar de patear el bote por las desoladas calles?
Chocan los discursos de la tolerancia confiada en la (inexistente) sabiduría disciplinada del pueblo, en la ausente responsabilidad colectiva, con las accione reales y necesarias como –por ejemplo—el cierre de la Basílica de Guadalupe, cuya falta de peregrinos dejará en las finanzas de la INBG un agujero de regulares dimensiones, pero a lo cual no se ha opuesto ni siquiera el avaricioso clero del Tepeyac.
No permite el gobierno una mancha en el espejo de su prestigio aunque no haya motivos para tal: ni el virus, ni la epidemia les han de dar la razón a los adversarios de la transformación, ni podrán por ese camino ensuciar los limpios propósitos de un movimiento purificador.
No se debe llevar en el rostro el trapo; bozal o cubreboca cuya sola presencia alude enfermedad y cosa negativa. No; con la frente en alto, con la cara al sol (aunque sea este pálido y viejo sol invernal), porque somos sanos, saludables, porque no nos mojamos los pies en el Grijalva ni nos tomamos la foto húmeda del hipócrita presidente de las modas pasadas. No. Firmes, severos, estoicos, como Juárez contra el viento.
Nada ni nadie va a cambiar el rumbo de este gobierno.
No se moverá de la inflexible línea de su credo.
No importa si los empresarios clementes piden por favor, ya no la jodan, “si´l vous plait,” o el alcahuete tercerón de los negocios Alfonso Romo (siempre romo, siempre chato), baja la cortina del Palacio Nacional donde despachaba “pro bono” en el fallido papel de intercesor con los barones del capital, quienes sólo acudieron a su llamado para darse cuenta de cómo una suma de ceros siempre ofrece cero. No le sirvió ni al uno ni a los otros.
Y a la manera –dicen– de los divorcios amigables (tan poco amigables como para ser divorcios), promete seguir con la encomienda para la cual le inventaron una oficina fantasma en el Palacio Nacional cuyo rótulo en la puerta desaparece tan pronto como el componedor, enlace, contacto, gestor o cualquier cosa para la cual lo habían invitado, salió del Zócalo con la foto autografiada del líder dentro de una cajita de cartón.
–Vámonos a Monterrey, le habrá dicho al piloto. Pero allá muchos tampoco lo quieren.
“Traidor de clase” le llamó uno de sus antiguos parientes. Y no se diga más. Otro petardo en la cadena de simulaciones del gobierno promotor de la Cuarta Transformación cuya mazorca va perdiendo granitos poco a poco.
Urzúa, Toledo, González Blanco, Martínez, Toledo, Cárdenas y otros de menor estatura burocrática; todos hartos, todos podridos (en el sentido lunfardo), por una u otra causa; desencantados, desilusionados, peleados entre sí y sin embargo fieles a la idea por la cual dejaron el zurrón en el camino, como hacen las serpientes cuando cambian de piel.
Bastante malo es hacer el ridículo como para, además, reconocer la falsedad de haber sido engañado por un ilusionista.
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