Hoy el periodismo y su complejo ejercicio se han vuelto tema recurrente en los medios y en las redes, esas omnipresentes presencias en cuyos invisibles impulsos cibernéticos se moldea y manosea la mente superficialmente estimulada, de millones de personas al impulso de una moda, una tendencia, una manipulación desconocida, un ejército robótico de presencias inexistentes al servicio de una causa política o de otra naturaleza.
Hoy se podría hablar de la opinión pública, la opinión publicada y la opinión manipulada como nunca en la historia.
Si Goebbels hubiera tenido “tuiter”, blog, Instagram o Facebook, seguramente el resultado de la Segunda Guerra Mundial y hasta las consecuencias morales del nazismo habrían sido diferentes. Nos habrían convencido de cualquier cosa.
Los periodistas nos hemos puesto de moda. Y es una lastima, no por nuestra forma o materia de escritura, sino por como algunos (muchos) han muerto.
Si el periodismo, han dicho algunos, recoge la materia prima de la historia; si el periodismo es la literatura con prisa, si somos los evangelistas del nuevo mundo, si la lectura del diario (ahora de la tableta) equivale (dijo Hegel) a la oración matutina del hombre moderno, todo eso hoy suena absolutamente hueco frente a las circunstancias actuales de acoso y desprecio:
No me refiero nada más a los crímenes en contra de colegas cuya vocación los ha llevado al filo de sus propios riesgos ante la indiferencia no solo del gobierno sino de la sociedad. El clamor por mecanismos protectores resulta no solo absurdo sino imposible. Mejor sería exigir justicia, no chalecos antibala.
Quienes hoy mismo no moran ya entre nosotros lo advirtieron hablando en primera persona: de nada sirve si te cuidan, quien te quiera matar; te va a matar. Las balas pasan ya demasiado cerca, escribió alguna vez Javier Valdés.
Hace algunos años, con la rimbombante concurrencia de la televisión comercial, fue anunciado un gran pacto nacional de medios y profesionales para determinar las mejores condiciones de cobertura ante la reciente violencia ocasionada por la guerra contra el narcotráfico, ese callejón oscuro del cual sólo se podría salir por el mismo lugar por donde se entró. Pero quizá ahora sea demasiado tarde. No pasó absolutamente nada, como tampoco ocurrirá con los foros hoy tan solemnemente anunciados.
–¿Cuándo un foro ha resuelto un problema?
Felipe Calderón, el arquitecto de aquella estrategia bélica impensada y mal calculada, advertía y justificaba sus acciones: ya los tenemos en la cocina. Se refería a los criminales cuyo dominio se extendía a todas las áreas de la ida nacional y hasta del aparato público. Hoy ya se instalaron para siempre.
No importa a cuantos aprehendan, a cuantos maten, a cuantos deporten. Se acaba con los narcotraficantes, no con el narcotráfico; se acaba con el criminal, no con el crimen.
Pero el periodismo, testigo y a veces (voluntaria o involuntariamente) altoparlante de los grupos delincuenciales en pugna, no tiene nada más ese riesgo. Tiene otros, no tan graves o tan peligrosos, pero si visibles y atendibles. Por ejemplo, el desprecio, la creencia a veces comprobada, de la obligatoria disponibilidad de los medios para reforzar cualquier postura política.
Un ejemplo de esto es la guerra de Andrés Manuel López Obrador contra quienes en su contra construyen un “cerco informativo”, tan falso como todas las proclamas irreflexivas del mitin interminable de su vida.
Un cerco tan raquítico, en todo caso, como para estar presente en todos los canales de TV y todas las emisoras de radio, cada cuando César Yáñez llama y solicita tiempo o cuando él mismo practica los convenios tan criticados con cadenas de radio o estaciones de televisión.
Y cuando alguien, por interés periodístico, por obligación de la coyuntura informativa, lo invita y le ofrece tiempo, sólo admite, heterodoxo y mandón, las preguntas y enfoques cercanos a su interés, su proclama o su propaganda.
El caso más reciente de furia ante la indocilidad de un conductor, la ha ofrecido en la grosera entrevista interrumpida a gritos –respetuosamente–, con Pepe Cárdenas el miércoles pasado.
El político, en general, no solo Andrés, divide a la prensa en dos grandes grupos: los amigos y los hostiles. Hostil es todo aquel cuyo criterio es distinto. A ese se le reclama una “objetividad” jamás requerida a los fanáticos y propagandistas, quienes son –por cierto–, los menos objetivos. No son objetivos, son adoptivos. Y adoptivas.
La objetividad en los medios es algo tan ilusorio como la perfección entre los hombres. No vale ni siquiera como una aspiración.
Se debe ser (o tratar de ser) imparcial, profesional e incluyente. Eso es más sencillo. Sin embargo yo no me imagino a ninguno de estos apóstoles de la “objetividad”, entrevistando a Donald Trump sin la necesaria dosis de bilis ante sus actitudes y una deliberada intención de exhibirlo en su locura.
La prensa (para generalizar) no es neutra. Nada es neutro en este mundo, por eso existen el amor, ni el odio.
El problema es cómo se interrelacionan el periodismo y el poder. Sin reglas, sin normas. No puede haberlas. No sólo me refiero al poder instituido, el poder institucional derivado de un gobierno democráticamente elegido. No, a todos los demás poderes.
El de los partidos, el de las iglesias, el de las organizaciones sociales y civiles; el poder de las redes, el poder de los delincuentes, de los narcotraficantes, el poder de las agencias de espionaje, de inteligencia; los poderes castrenses y militares. Y el propio poder de los medios casi siempre autófagos contra sus trabajadores.
–¿Quién tiene el poder del llamado cuarto poder? ¿Los reporteros de 10 mil pesos mensuales o los propietarios de los medios?
Hace muchos años conocí al mejor periodista del mundo.
Al menos así lo llamaban algunos: Ryszard Kapuściński. Su papel de agente eterno del gobierno polaco no le quitó un miligramo a su calidad profesional. Nadie le reclamó su falta de objetividad en los asuntos relacionados con su país ni su habilidad para deslizar mensajes en la espléndida fronda de sus textos geniales.
Tampoco le censuraría nadie a Gabriel García Márquez su condición de apoyo permanente gobierno de Fidel Castro, ni a José Revueltas, gran reportero, su visión comunista del mundo de su tiempo.
Los periodistas ejercemos una actividad esencialmente política. A veces político, literaria; a veces políticamente ruin. Gatilleros, condotieros de la pluma (les llamaba Manuel Buendía), correveidile de cualquier causa financieramente rentable. Hay de todo.
Quienes escriben obsesivamente (y de concedida buena fe) sobre asuntos del narcotráfico, terminan malquistados con los adversarios de sus informantes (quienes los utilizan sin buena fe).
Eso explica muchas ejecuciones. El señor narco “A” se ofende por cuanto de él ha dicho a través de un periodista el señor Narco “B”. Y como a este no lo puede matar, asesina a su correo, a veces después de “levantarlo” para exprimirle la información a la cual, pudo haber tenido acceso.
El fuego cruzado, las patas de la caballería. El riesgo elegido.
Hace años cuando escuchaba esta historia, Humberto Romero, el poderoso secretario de don Adolfo López Mateos y hombre de prensa de don Adolfo Ruiz Cortines, se reía.
Le habían dicho al presidente: debemos comprar algunos periodistas para evitarnos tantas críticas y promover nuestras ideas.
Y –dicen–, él respondía:
–No los compre, alquílelos, sale más barato.
Hoy la prensa vive bajo acoso. En los Estados Unidos Donald Trump le ha declarado una guerra despectiva. La cena anual de los corresponsales fue objeto de su desdén y sus expresiones colocan a los medios, otrora brazo diplomático del gobierno en turno (Washington Post, NYT, entre otros), como enemigos de la patria, no del gobierno.
Mentirosos, falsarios (fake news) porque no se pliegan a sus dictados. Como aquí.
Quien censure al iluminado nacional es un lacayo de la mafia del poder. La descalificación y el anatema son instantáneos, en el fugaz teclado de sus miles de tuiteros, “bots” y seguidores fanatizados dentro y fuera de los medios.
Pero no importa: es la naturaleza de la profesión. Quien no quiera ver fantasmas se puede esconder bajo las almohadas; si no le gusta el calor, sálgase de la cocina y si no quiere riesgos con el narco no escriba de eso. Y si le dan temor los insultos y los denuestos, mejor no los lea. Jamás se le va a dar gusto a todos.
Por eso mejor no intentarlo.
A fin de cuentas el peor riesgo para un periodista no son sus dichos sus palabras o sus escritos, sino el alquiler de su trabajo o su pensamiento. Ahí es donde realmente comienzan los problemas. Cada quien sabe para quien trabaja.
El riesgo no es la libertad; es la dependencia.