El apagón de las plataformas digitales más usadas en el mundo, las rutas indispensables de comunicación de aproximadamente 3 mil 500 millones de personas cuya dependencia de  Facebook, Instagram, Messenger y WhatsApp los ha convertido de beneficiarios en esclavos de la tecnología contemporánea, sin la cual el planeta se paraliza, los negocios se derrumabn y la vida pierde sun dfr`ágil serntido en la iunstntaneidad fgracasada, nos pone a oensar en la elecciñóikn de un nuevo camino.

Hace muchos años Tomás Alva Edison fue interrogado acerca de si algún día podría haber una máquina conectada al cerebro humano, capaz de sustituir al lenguaje y evitarnos la molestia de hablar los unos con los otros.

Esa máquina se llama “IPhone” y todos tenemos una.

Edison previó (enrtrevista con R.H. Sherard, “The pall mall gazzete”, agosto 1889):

“ … Una máquina así es posible pero piense lo que ocurriría si alguien la inventara. Todo ser humano huiría de su prójimo,  saldría corriendo en busca de algún refugio…”

Hoy los humanos no hemos corrido en busca del refugio: lo llevamos en el bolsillo. El teléfono celular inteligente es la más acabada de las extensiones del hombre (para usar el viejo lenguaje de Mcluhan) quien dpendee hoy de las herramiemntas digi¡tales como nomlomhabpñia hecho de nin gun otro ibnnevtoi anterior en toda la hiostoria.

Ni los nigromantes ni los adivinos; tampoco los,profetas,los arùspices y los líderes políticos o religiosos de la antigüedad,  manejaron el mundo con la habilidad (y rendimiento crematístico)  del señor Zuckerberg cuya fortuna disminuyó apenas 6 mil millones de dólares en un día, cantidad recuperrable en poco tiemo porque la avalancha de usuarios –ahora estimulada por la necesidad ficticia en medio del pánico real– es creciente. 

El NYT dijo: 

“…Facebook y su familia de aplicaciones, que incluye a Instagram y WhatsApp, se cayeron al mismo tiempo durante horas el lunes, dejando fuera del aire una plataforma de comunicación vital utilizada por miles de millones de personas y mostrando cuánto depende el mundo de una empresa que ya está bajo intenso escrutinio.

“Las aplicaciones —que incluyen Facebook, Instagram, WhatsApp, Facebook Messenger y Oculus— comenzaron a mostrar mensajes de error alrededor de las 11:40 de la mañana, hora del Este, según informaron los usuarios. La interrupción duró más de cinco horas antes de que algunas aplicaciones volvieran a funcionar poco a poco, aunque la compañía advirtió que los servicios tardarían un tiempo en estabilizarse.


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“Pese a ello, el impacto fue inmediato y global. Facebook se ha construido como una plataforma eje con mensajería, emisión en vivo, realidad virtual y muchos otros servicios digitales. En algunos países, como Birmania e India, Facebook es sinónimo de internet”.

La enorme pausa en la conversación global no sólo interrumpió la vida: generó un sobresalto mayor. Era como si se nos hubieran caído encima de nuevo los edificios en un terremoto. Fue un sismo de la palabra fugaz, una medrosa actitud de sentirse aislado, abandonado. 

Y mientras más tiempo pasaba y menos posibilidades se veían de regresar pronto a la futilidad de los mensajes insignicantes o las fotografías baladíes, más se acentuaba el sentimiento de insularidad: habíamos dejado de pertecer a un gigantesca comunidad de desconocidos, a quienes hermana la condición de cibernautas, no la categoría de personas.

El murmullo de la desgracia, los comentarios en las estaciones radiodifusoras y la resignación ante el sólo uso del teléfono (cuya modernidad celular nos maravillaba hace apenas una década), nos mostraba enfurruñados, resignados y solitarios ante el pasmo inclemente: no tengo mensajes, no tengo wasap, no tengo nada, soy un paria.

Y sobre todo la imposibilidad de reclamarle a alguien. Como todo gran vigilante sobre nuestras cabezas, el invisible monarca de las ubicuas plataformas –ahora oculto en su inconexión–, no tiene rostro.

Por primera vez ante un fenómeno masivo planetario, no le podíamos reclamar nuestro solitario desamparo al gobierno. 

Rafael Cardona | El Cristalazo

Author: Rafael Cardona

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