La reciente y mortífera explosión de un trasporte de gas en San Pedro Xalostoc, nos regresa a los aciagos días de San Juanico o cualquiera de las muchas tragedias de esta naturaleza, ocurran en ocurran y cuya incidencia, justo es decirlo, ha sido menor gracias a las medidas precautorias de Petróleos Mexicanos.

Pero la frecuencia de los accidentes –de permisionarios, transportistas o usuarios–, más allá de llevarnos a pensar en la malignidad de los hados y la perversidad de la suerte y el destino cebados en contra nuestra, nos debe obligar a la reflexión de hasta dónde nuestro comportamiento general, nuestra imprevisión, nuestra dejadez y todos esos componentes del mexicanísimo “ai se va, me vale madre”, auxilian en su camino a la desventura.

No hay día sin camión desbarrancado, contendor en riesgoso derrame; volcadura en medio de la curva. No pasa la mañana completa sin enterarnos de fuga, corto circuito o mufa explosiva en medio de las calles del centro, percance este cuya frecuencia ha ido disminuyendo mientras merma la capacidad política de los aburridos electricistas cuya empresa falleció (o fue asesinada o ambas cosas) en los días gloriosos del calderonato.

Pero más allá de las causas inducidas, hay una permanente actitud nacional de sabotaje inconsciente.

Cada toma clandestina, cada “diablito”, cada fuga de agua, cada muro reblandecido por la molicie y la sobrecarga, cada construcción fuera de norma y forma y en general todos los pasos rumbo la casualidad nos llevan a vivir al filo del accidente y a convivir con los riesgos como parte de nuestro folclore nacional.

En el ya dicho caso de Xalostoc, cuya contundencia mortal fue suficiente hasta para dejar al Papa Francisco con el tecito servido mientras el gobernador Eruviel Ávila se regresaba presuroso a prestar auxilio a sus amados conciudadanos, la primera reacción de los especialistas y sabihondos (de hondo saber, pues) fue el clamor por suspender el transporte de gas en las carreteras y sustituir su condición por ductos de mayor seguridad, lo cual es altamente relativo.

En México hay más de 14 mil kilómetros de ductos operados por Petróleos Mexicanos, lo cual es relativamente insuficiente. Pero para quienes viven de sustraerle fluidos o gases a esas tuberías, parece ser ubérrimo negocio: nada más en un año (2012) se contabilizaron mermas, y robos, por 7 mil 300 millones de pesos.

Una de las medidas para frenar la ordeña de ductos consiste, según el manual, en vigilar los “derechos de vía” en el recorridos de los tubos, pero precisamente eso es lo imposible: vigilar el derecho. No solo el de
vía, cualquiera otro, pues los accidentes tienen peores consecuencias cuando quienes viven cerca de caminos, vías férreas o ductos, se acercan tanto como para extinguir la restricción de asentamientos.

Nos hemos dado gusto en este país donde tantas cosas inútiles hacemos, en tratar de construir (así le dicen) una cultura de la prevención. Gastamos millonadas en oficinas pomposamente llamadas de “Protección civil” cuya utilidad se le embarra al Camembert o al manchego, según guste el comensal.

Desde los sismos del 85 hemos querido inventar un sistema de detección oportuna de movimientos telúricos, cuyo resultado ha sido una pura chacota. Perdemos el tiempo con burócratas al galope por escaleras y patios cuándo los convocamos a la evacuación simulada y ganamos para el jefe planas en los diarios para festejar sus previsores “mega-simulacros”; o sea una pérdida masiva de tiempo con cargo a las horas potencialmente laborables.

La protección civil no tiene relación con medidas previsoras. Los edificios carecen de escaleras para incendios; las puertas de emergencia se cierran con candados, los cupos autorizados no se respetan, las salas públicas son ratoneras impías y en general se vive sin pensar en las consecuencias. No cuidamos, no prevemos, no respetamos. Y las consecuencias nos hacen pensar por un rato en la culpa de la mala suerte y así seguimos por el mundo, por la vida y por la muerte.

Claro, no faltará el optimista quien diga, a fin de cuentas es una válvula de escape para nuestro grave problema demográfico. Sin la “poda” de los “accidentes” la población crecería mucho más. Pero eso ya superaría cualquier cinismo.

RÍOS MONTT

Ochenta años de prisión le ha decretado la justicia de su país a Efraín Ríos Montt, ex dictador guatemalteco, milico férreo e insensato; duro, durísimo contra los alzamientos campesinos y expresiones de disidencia, a pesar de las declaraciones y actitud del presidente Pérez Molina quien halla en este acto la extemporánea influencia de los comunistas.

¡Ay!, hace cuanto tiempo no es escuchaba a esta cantaleta: el comunismo internacional, como si algo de él quedara vivo.

Pero la institucionalidad en ese vecino pañis es tan endeble como muchas de nuestras cosas, así pues, hay enormes posibilidades de logar éxito en apelaciones y triquiñuelas para sacar a Ríos Montt del problema, aligerarle la condena, alegar en su favor problemas de salud, de edad, de consunción senil o quien sabe cuántas más.

Pero en una de esas hasta lo sacan del “bote”. Por lo pronto, ya lo metieron.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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