La única valoración satisfactoria del valor universal e importancia del premio Nobel, la ofreció Gabriel García Márquez.

Le preguntaron con esa simpleza propia de los reporteros de la obviedad:

–¿Qué significa para usted haber ganado el Premio Nobel?

Y el colombiano, con sagacidad también de reportero y esa agudeza con la cual desacralizaba lo de por sí profano, contestó:

–“Significa que nunca más en mi vida voy a hacer cola para nada.”

Para eso sirve un Premio Nobel; para no formarse en la fila.

En la Universidad de Chicago (a diferencia de las Benito Juárez del Bienestar o de la CDMX), sirve también para ocupar un sitio en el estacionamiento exclusivo para quienes posean las palmas de Don Alfredo. Eso cuenta Steiner. Nada más.

En realidad, estas distinciones tienen además otro valor incontestable: el económico. La Academia Nobel otorga a su ganador una especie de pensión vitalicia. Más de un millón de dólares. Y como casi siempre se les entrega a personas mayores, con esa cantidad pueden enfrentar el resto de sus días con tranquilidad.

Ya no deben solicitar aportaciones para el movimiento.

Ese es su mayor valor, porque lo otro, la fama, la gloria y todo aquello, es una cosa muy fugaz y hasta frívola. Muy aspiracionista.

Ese galardón, como cualquier otro, no demuestra el mérito de nada. Sólo prueba –a fin de cuentas–, los gustos y preferencias políticas o culturales, de un comité. Es una distinción conferida por una docena de tiesos señores académicos, cuyo valor personal casi nunca es superior al de los premiados.


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En el fondo es una opinión. Es un gesto de la aristocracia intelectual de los países nórdicos, con todo y sus añejas monarquías. Incluido el de la paz.

Por eso llama mucho la atención la triste obsesión de los latinoamericanos por el dicho premio. Es como si necesitáramos la consagración de las sociedades industriales para ser felices.

Yo nunca he escuchado al primer ministro de Dinamarca, el muy honorable, Lars Løkke Rasmussen, decirle a su población en tono de oferta política para confirmar su exitosa gestión: como parte de la Cuarta Transformación, les aseguro un sistema de salud como el de México.

Pero sí he escuchado al presidente mexicano (y muy mexicano) prometer –y no lograr– un sistema sanitario y social como el de Dinamarca. Eso se llama subdesarrollo y confirmación de inferioridad. Complejo, pues.

Pero eso carecería de importancia si no fuera porque el presidente nos ha convocado –sin explicar su contenido– a una “revolución de las conciencias” (¿existirá el tacómetro mental?).

Bien podría comenzar dicho afán revolucionario, quitándole importancia –o apreciándolas en su real dimensión– a las calificaciones extranjeras, excepto –claro–, cuando por ellas no podemos lograr una industria aeronáutica universalmente aceptada.

Y también debería cesar en el vano intento de usurpar un sitio en la mesa deliberadora en cuyos asientos se deciden los premios. Cada año, López Obrador, nuestro bien amado líder, faro guía y ejemplo intelectual, les dice a los escandinavos a quienes deben darles SUS premios y a quienes no. ¡Y están tan preocupados…!

A nosotros nos debería importar un carajo –como él nos ha enseñado a decir–, a quien se lo entregan. Es asunto de ellos y sus coronas o euros o dólares.

Mientras a ellos, obviamente, les importa menos, la opinión de un presidente del aspiracional mundo subdesarrolladito, cuyo sueño es parecerse a Dinamarca, al menos en lo sanitario.

Es ridículo desde cualquier punto de vista.


Rafael Cardona | El Cristalazo

Author: Rafael Cardona

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