A estas alturas de la vida ya no se sabe si en verdad fue Juvenal quien dijo aquella cursi frase: “nada de lo humano me es ajeno”.

Si algo humano hay en la vida de los hombres, es la maldad. Y adherirse idealmente a la humanidad, como si no fuera una moneda con dos caras, una de ellas abominable, es jugar al candor, casi tanto como después lo haría Rousseau con la bondad intrínseca de quien luego sufre la corrupción de la sociedad, como si ésta no estuviera formada por seres iguales.

En fin. Cosas del verbo, de la lírica, de la fraseología. Nada supera las frases hechas y los lugares comunes como barrera para entender bien algunas cosas.

Pero en el actual mundo globalizado, el interés general sobre algunas circunstancias particulares, es una regla de comportamiento admitida por todos. O casi todos.

La tendencia de establecer reglas generales sobre las cuales se pueden montar las peculiaridades nacionales ya es un hecho irreversible. Un ejemplo de esto es la imposible relación de los Estados Unidos con Cuba, agravada ahora por el cavernícolas Donald Trump.

Otro, el clamor continental de una treintena de ex presidentes latinoamericanos (Fox incluido), para aplicarle a Venezuela las obligaciones de la “carta democrática”.

No tiene casi ahora justificar o no las razones de dicha exigencia ni se podrían defender las estupideces tiránicas del auriga de carreta investido como presidente de un país a la deriva, tal es el caso del impresentable señor Maduro cuya estulticia es colosal.

Tampoco se busca defender al régimen cubano, cuya definición de orgullo nacional (al menos la parte del orgullo manejada por la propaganda oficial), reside en su heroica resistencia contra un bloque prolongado, causante en parte de su actual miseria.

Sólo una observación: los Estados Unidos expulsaron de la OEA a Cuba; hace ya muchos años y desde entonces le dicen cómo debe vivir. O cómo quieren desde Washington la vida cubana, su rumbo y su destino.

Esa misma OEA hoy se preocupa por las condiciones de inestabilidad y desastre de los venezolanos. Siempre alguien para tutelar a los subdesarrollados.

Ayer se cumplieron ciento cincuenta años del fusilamiento de Maximiliano en Querétaro. Alguna vez esta columna propuso cambiar el día de la fiesta nacional del 16 de septiembre al 18 de junio.

La arenga de Hidalgo no terminó con el dominio de España. Tampoco la victoria poblana del 5 de mayo nos impidió la intromisión foránea. La verdadera Independencia no comenzó en la etapa colonial; fue cuando un emperador extranjero cayó en el paredón, así haya sido necesario desatender súplicas y ruegos del Vaticano y algunas potencias europeas. La república se restauró sólo de esa manera. Con las balas.

Obviamente nunca se va a cambiar la fiesta nacional. Ni caso tiene.

FANDIÑO

Ahora en Francia muere un torero en la plaza. El toro “Provechito”, de la ganadería de Baltazar Ibán, codicioso, con mucho sentido y bravura, le partió el tórax y le reventó un pulmón, el hígado y un riñón a Iván Fandiño. Mortal de necesidad.

“Daos prisa en llevarme al hospital; me estoy muriendo”, alcanzó a decir el diestro antes de perder la conciencia y la vida.

Y a raíz de esta muerte, cuya realidad debería ser la única realidad incontestable para comprender y justificar la raíz y naturaleza de la fiesta brava (los toros pueden matar a los toreros, riesgo sin el cual ninguna otra consideración tiene mérito), se darán de nuevo las discusiones y polémicas sobre la tauromaquia, su vigencia, su crueldad, su anacronismo y demás.

Obviamente esta columna no participará de ellas.

Quien abomine de todo este circo, bien se lo haya. Defiendan los animalistas a los animales; comprendan –quienes quieran y puedan–, el resto.

Hoy Fandiño es una sombra más en el panteón de los toreros. Y alguien podrá decir ante su cadáver: nada de lo humano me es ajeno. Ni los toros.

FIFA

A fin de cuentas la corrección política se ha impuesto: los árbitros podrán suspender los juegos de futbol cuando alguien desde la tribuna cometa actos de discriminación (un coro pícaro y jocoso es así considerado), como gritarle de manera colectiva, “puuutoooo” al portero del equipo rival, costumbre tan mexicana como cantar el cielito lindo en los estadios.

La hipocresía de la FIFA no tiene límite: han corrompido el deporte, han subastado sedes, han robado dinero, se han aliado a gobiernos para lavarle la cara a dictaduras (como hicieron con los milicos argentinos); pero se escandalizan con un grito inocuo y hasta cierto punto simplón.

No es, como decía Ángel Fernández, «el juego del hombre”. Ahora es el juego de las apariencias del buen comportamiento. Ni modo.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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