Con mucha frecuencia el movimiento político cuyo gobierno ahora rige en nuestro país, asoció su razón de ser, su esperanza y promesa de triunfo y sus motivos, con el buen humor, el bienestar y la alegría. La felicidad, en pocas palabras.
“Sonríe, vamos a ganar”,decían las calcomanías desde las anteriores elecciones (2012) con una sonriente carita de caricatura con dientes, pelo alborotado y barba partida, obra del gran dibujante Hernández.
Todavía por la radio suenan algunos mensajes de Morena en ese sentido. Habla del movimiento cuyo triunfo y esperanza, nos iba (¿nos va?) a llevar a todos a un incompresible estado de euforia y felicidad generalizadas.
Hasta el Señor Presidente ha dicho cómo estamos felices, felices, felices; así, como si la reiteración aumentara la dicha, el gozo y la bella vida.
El pueblo bueno es ahora, al menos desde el punto de vista de la administración nacional, un pueblo de felicidad como no se había visto nunca en la historia del mundo. O nuestro mundo.
Sin embargo tan dichoso estado choca todos los días con la realidad. Más allá de recuento de muertos, heridos, asesinados y el aumento en la negra contabilidad del delito y las imágenes de los medios, ¿cómo si somos tan felices hay tantas protestas de todo tipo –por ejemplo–, en el Zócalo?
La “mexicana alegría” (rezaba un viejo comercial de cervecería), por lo visto se mide –como muestra y para referirnos nada más a las más recientes protestas–, en el número de mujeres asesinadas y en la proliferación de las manifestaciones de sobrevivientes de los feminicidios, abusos, infanticidios y demás atrocidades de cada día.
Protestar, por lo visto, es demostración de felicidad.
Yo, personalmente, querría un país sin manifestaciones, sin marchas, ni plantones. No por la represión en contra de quien lo hiciera sino por vivir en un país en el cual las instituciones funcionaran correctamente sin necesidad de recurrir a la presión de la calle.
Si hubiera un gobierno óptimo (cosa verdaderamente utópica en el mundo entero, pero hablamos de ideales y deseos), no se necesitarían las marchas callejeras para exigir atención.
Si no hubiera delincuentes no se necesitarían las cárceles, claro. Y si mi tía tuviera ruedas sería bicicleta. O patín del diablo, por lo menos.
El Señor Presidente ha dicho, la libertad de protestar y manifestarse están garantizadas. La Constitución lo ampara. Muy buena cosa.
Pero mejor sería si aquello por lo cual se protesta dejara de tener vigencia y fuera resuelto cuando las protestas se presentan. Es el caso –por ejemplo– de la escasez de medicamentos para los niños con cáncer, ese prolongado método del infanticidio. Las marchas y quejas llevan ya meses y no se resuelve el problema.
Las marchas, como todo lo demás, no requieren comprensión y reconocimiento del derecho, requieren solución. Y esa, no llega todavía.
Por eso cuando uno ve a los quejosos, a quienes caminan, suben y bajan en busca de una respuesta eficaz, de una solución a su problema, ya sea de Derechos Humanos o de servicios públicos simples, se pregunta si ellos serán tan felices como dicen los anuncios de propaganda de Morena.
Obviamente en todas las mediciones sociales los datos se ajustan a la estadística, lo cual permite hacer con ellos todo cuanto a una causa política convenga. Ni siquiera una mayoría electoral es una mayoría nacional, si nos ponemos a hacer sumas y porcentajes.
Pero en el asunto de los feminicidios y el infanticidio reciente, aprovechado o no por la derecha; ignorado o no por el poder desde el verticalismo del desdén, sí ha logrado la unanimidad nacional.
La respuesta oficial ha sido errática cuando no titubeante, como la exhiben –además del discurso presidencial con sus acusaciones contra los adversarios, etc.– los mensajes contradictorios de la señora esposa del Señor Presidente en las redes sociales o el sí pero no de las secretarias Sánchez Cordero y Sandoval.
Una con la curación en salud de expresar su pensamiento a título personal (en su caso lo personal es irrelevante, lo importante es su respuesta institucional) y la otra con la barrabasada de un día sin hombres.
No es de extrañarse esta ambivalencia; pero de todos modos es un doblez del todo injustificable en un gobierno progresista, democrático, de izquierda, humanista, cuya finalidad es el bienestar humano, la espiritualidad y la dicha eterna del pueblo.
Mientras tanto, contemos cuántas manifestaciones nos regala el día de la bandera. Salud, Iguala.
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