Quizá fue el 23 o 24 de septiembre del 1985. La fecha precisa no cambia el hecho.

La Casa Presidencial, donde yo trabajaba por aquellos años no era una sucursal del manicomio. Era el manicomio. El día 19 el peor sismo en la historia de la ciudad de México había tirado mil edificios , provocado 400 incendios y dejado una cantidad de muertos nunca precisada. De paso tiró las viejas estructuras del PRI en la capital del país; abrió las puertas para la irrupción del PRD en tropel y las consecuencias hasta ahora conocidas.

Por la mañana recibí una instrucción: acompañas a la señora Nancy Reagan y a la esposa del presidente (De la Madrid). Van a hacer un recorrido por el edificio Nuevo León en Tlatelolco.

En esos días Ricardo Ampudia, el actual Director de Comunicación Social de la Secretaría de Gobernación, ocupaba la Dirección de Prensa Extranjera de la Presidencia. Él debía atender a los reporteros americanos; yo a los mexicanos.

La esposa de Reagan con extremo cuidado de sus agentes, trataba de caminar entre pedruscos y el terregal inclemente. Las cuadrillas improvisadas corrían de allá para acá. Para esa fecha, varios después del sismo, ya se había avanzado en la remoción de escombros y el rescate de heridos o el hallazgo de cadáveres.

Los hombres del Servicio Secreto de Estados Unidos, cuya corpulencia y sistemas de comunicación no dejaba nada al secreto, por cierto, la envolvían como un capullo. La señora Paloma Cordero, discreta y silenciosa como siempre, la acompañaba y le hacía algunos comentarios. Detrás, la parvada.

–Necesito hablar con la señora del Presidente, me dijo un hombrón cubierto de polvo y con la cara cubierta por un tapabocas. Me impresionó la tristeza acumulada en sus ojos enrojecidos.

–Permítame terminar el recorrido, ahora la señora está ocupada con la esposa de Reagan. No vino a dar audiencias.

–Pero esto es importante, me dijo la voz detrás del cubrebocas de cirujano.

–Mire, desde hace varios días en esta ciudad todo es importante. Déjeme sus datos y yo los paso a la secretaría particular de la señora. Es más, ese que está ahí (le mostré a Rafael Mendívil) es su secretario. Hable con él y haga una cita. Y ahora si me disculpa…

Minutos después llegó Ampudia y abogó por el embozado.

–Rafa, es Plácido Domingo, quiere ver a la señora.

–Pues será Enrico Caruso, pero se espera, le dije.

Minutos después, cuando las señora ya iban a subir al autobús, fue posible acercar al tenor. Estaba agotado, sucio de tierra, insomne y quebrantado por la búsqueda y la pérdida. Habló con Doña Paloma y no volví a saber de él hasta varios días después. Lo encontré en Los Pinos.

–¡Ah! Usted me ayudó en Tlatelolco, me dijo a las puertas de la Residencia Lázaro Cárdenas.

–Pues no le ayudé mucho, usted vio como estaban las cosas. ¿Logró atención para su asunto?

–Sí, me dijo.

Luego todos supimos de su colaboración de su trabajo de zapador en el desastre, de su familia, de todas esas cosas con las cuales se metió hondo en el alma de muchos mexicanos quienes de seguro hoy se sienten preocupados al menos por la situación:

–¿Cuál situación?

Esta: “El tenor Plácido Domingo fue internado el lunes en un hospital de Madrid tras sufrir una embolia pulmonar derivada de una
trombo-embólica venosa, según anunció el Teatro Real de Madrid en un comunicado.

“Durante las próximas tres y cuatro semanas el cantante permanecerá en observación y en reposo, por lo que canceló todos sus compromisos profesionales.

“El retorno a sus actividades artísticas está sujeto a la rapidez con la que pueda recuperarse y recobrar su característica fuerza y energía”, aseguró el Real”.

Ese retorno me recuerda una famosa entrevista de Jacobo Zabludovsky en aquellos días. Tras las labores de búsqueda, Plácido, amigo de Emilio Azcárraga y del propio conductor del noticiario de entonces, había ido a exponer su experiencia.

–¿Y no teme daños para su voz exponiéndose así?

–Eso ahora es lo de menos, Jacobo. Ayudar es lo importante.

Y su ayuda se dio, en coros, en habitaciones, en solidaridad. Fue un ejemplo sumamente alentador de parte de un hombre cuyo dominio internacional de la escena y el “bel canto”, lo ha llevado a muchas cimas, sin hacer de lado la dignidad personal ni el respeto y amor por sus semejantes.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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