Quizá haya sido uno de los momentos más poéticos en la historia del cine: los helicópteros distorsionados por la luz solar y los contornos del ocaso vietnamita , como libélulas alucinadas, danzan en el apocalíptico aire distante mientras se escucha la música de Wagner. El escarlata del sol y los celajes lejanos crean un  efímero universo en la pantalla. Nunca una máquina voladora, excepto quizá las naves de Kubrick en el espacio sideral haya tenido tanta emotividad y tanta belleza.

Pero eso es el cine, y el cine, como todos sabemos y así nos lo enseñó el amigo García Riera, “es mejor que la vida”.

Pero en la realidad cotidiana, el helicóptero se ha convertido en el enemigo mayor de famosos y políticos, sobre todo de estos. Y no me refiero sólo al exagerado asunto del señor David Korenfeld, cuyos pecados en la vida son muy superiores a su jactanciosa costumbre de  subirse al autogiro. No.

Tampoco se trata de recordar aquí la infausta tarde cuando Carlos Hank González le prestó un  helicóptero a Caritino Maldonado, gobernador de Guerrero, para realizar en él (nadie lo hubiera imaginado) su último y definitivo viaje hacia la muerte.

La muerte nos llena de lágrimas salobres y densas, de una pastosa especie desolada llamada tristeza, vacío, pena.

No es necesario abundar en  los casos de familias como los Peralta o los Saba con esa triste circunstancia de máquinas voladoras hechas fierro viejo en un  santiamén, pues ya se conoce el dicho: se caen como pianos.

Personalmente nunca he visto caer un piano de las alturas celestiales; ni un helicóptero en el momento de su irremediable pago a la ley de la gravedad, pero recuerdo ahora a mi amigo Peña, muerto en un desastre aéreo al venirse abajo un aparato de Televisa.

Con esas aeronaves me sucede un poco como con los caballos: los considero (a los solípedos) peligrosos por los extremos e incómodos por el centro. Con aquellas me pasa igual: son ruidosos, vibrantes (se agita hasta la cera del oído) y así se trate de un Augusta o un Puma, son saltones, trepidatorios y poco confortables.

Por años, muchos años, volé al menos dos veces por semana en helicóptero, lo cual explica (supongo) la blandura ya irreparable de mis meninges.

Pero el peligro de los helicópteros no estriba en la posibilidad de caerse  –como les sucedió con resultados menores a Miguel Reyes Razo y Melquiades Morales o a José Luis Luege, por cierto también director de Conagua, como el desbarrancado Korenfeld) , sino de hacer caer.

Hoy subirse a un helicóptero implica caer en las redes sociales desde las cuales los enemigos del gobierno amplificarán el caso. Pero aun si eso no sucede pueden pasar otras cosas quizá más graves. Sin no me cree pregúntele a Carlos Navarrtete en el desfile aeronáutico michoacano o al  gobernador de Morelos, Graco Ramírez, quien hasta hace poco le pedía dinero prestado a Carlos Ahumada para arreglar un “Vocho”, y ahora se da el lujo de pagar un Bell (o cualquier otra marca) para  saludar a Silvano Aureoles.

Pero le sirve también el helicóptero –y eso es bueno para él–, para salir en fuga y evadirse de la ira de los campesinos inconformes al finalizar la atropellada ceremonia luctuosa de Emiliano Zapata, como ocurrió el pasado viernes.

Salió de Chinameca por piernas, o por aspas…

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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