En uno de sus enormes momentos de agudeza, Manuel Becerra Acosta, promotor de aquel maravilloso experimento periodístico nacional llamado “unomásuno”, dijo –palabras más; palabras menos–, desde el escritorio de la Dirección General:
–La obra de Benítez no tiene paralelo. La única manera de exaltarlo es prolongando su trabajo, seguir con los indios, buscar en el origen de los mexicanos, acentuar el estudio de la ciudad, mezclar la arqueología con la antropología; lograr un periodismo permanente seguir siendo discípulos suyos.”
Benítez había hecho el campo de los suplementos culturales su última gran aportación: “Sábado” con el auxilio de Huberto Bátiz y José de la Colina, como antes había trabajado con Vicente Rojo, Carlos Monsivais y José Emilio Pacheco.
Las rijosidades propias de las redacciones y los diarios lo habían apartado del “uno” y dedicó entonces su talento a la edificación de “La jornada” donde terminó su carrera profesional con los textos más deslumbrantes de la prensa nacional en los últimos años.
Como no podía o no quería escribir más, Benítez comprimía su meticuloso estilo hasta presentar en un par de párrafos un artículo demoledor, contundente, feroz, sin fisuras ni concesiones.
–Son unos miserables, hermanito, decía de todos y por todo en una permanente crítica de los nuevos políticos mexicanos a quienes comparaba siempre desfavorablemente con su gran general Cárdenas.
–Fernando, ¿cuánto te paga Carmen Lira por tus textos en La Jornada?, le pregunté cuando yo dirigía “Epoca”.
–¡Hermanito!, los caballeros no tenemos memoria.
–Entonces, ¿si te ofrezco el doble me escribirías algo para la revista?
Después de algunas bromas y chanzas llegamos a un acuerdo.
–Como tu prosa vale oro, te voy a dar un Centenario por cada colaboración.
–Gracias, hermanito, pero un Centenario no es el doble de lo que me da Carmen, es un poquito menos; no tenemos memoria, pero sabemos sumar…
Muchos años atrás Fernando Benítez me invitó a su casa en la colonia San José Insurgentes. Vivía en un edificio donde también Juan Rulfo tenía su domicilio. O era vecino, ya no recuerdo bien. Muchos compañeros habíamos quedado sin trabajo después del encontronazo entre Scherer y Echeverría.
–¿Quieres que le hable a Fernando Canales para que vayas a ganarte unos pesos a “Novedades”?
Generoso y festivo, fumador empedernido defendía cosas tan simples como el derecho al tabaco o la necesidad de fomentar en las fiestas nacionales la pirotecnia o tan complejas como la democracia, la libertad sexual o la Revolución Cubana cuando aún era defendible.
Poco tiempo antes de la prohibición del tabaquismo público contemporáneo, en un libro promovido por Tabamex, Benítez escribió:
“Nada detesto más que esos letreros despóticos: “Se prohíbe fumar”. Y nada me agrada más que un hermoso cenicero o una caja de plata con cigarrillos. Cierto es que los han provisto de filtros y aun cometen el sacrilegio de rellenarlos de lechuga o de yerbas repugnantes, pero esta trampa no ha engañado más que a los tontos.
“El cigarro constituye un pequeño tratado de filosofía.
“Entero, es mi vida. El goce de fumarlo es el goce de la vida (con sus inherentes peligros). Sus fantasías, sus quimeras y su final, será mi propio final: un poco de ceniza.”
Benítez representa aquella tradición perdida en el periodismo nacional por la cual se unían (o al menos corrían en paralelo) la literatura, la poesía, la historia y las páginas del día. En ese sentido todo el periodismo era periodismo cultural. No eran necesarias las especializaciones. La cultura no era un apartado ni una sección; era un entorno, un continente.
Por eso había reporteros de la estatura de José Revueltas en la crónica policiaca o Carlos Fuentes en asuntos políticos, trabajando uno para “El Día” y el otro para Fernando Benítez en la línea inmortal de Fernando Jordán, José Alvarado, Renato Leduc y tantos más.
Hoy se hacen por doquier homenajes a Fernando por los cien años de su nacimiento. Todos son merecidos, todos son convenientes sobre todo frente a la anemia cultural de los medios nacionales en casi todos sus campos.
Si antes la prensa convivía con la historia y la literatura, hoy se regodea en la intrascendencia de las redes sociales y la “trivia” sin sentido.
Frente a todo esto sólo queda leer y releer “El agua envenenada”, y “Los indios de México”; o “Ki (El drama de un pueblo y una planta)”, en cuyas páginas se traza este indeleble diagnóstico:
“La vida de esos seres (los campesinos paupérrimos) es la mejor evidencia de una Revolución traicionada, o mejor todavía, de una contrarrevolución que hicieron, posible la codicia y la incompetencia de los peores”.