Apenas hace unas horas José Carreño Carlón publicó estas líneas en cuyas letras se advierten la lucidez y la claridad de una larga carrera profesional en cuyo decurso ha logrado respeto, pero, sobre todo, reconocimiento y amistades. Muchas amistades, algunas de las cuales nos reunimos ayer en la Universidad Panamericana donde la Academia Mexicana de la Comunicación le copatrocinó un absolutamente merecido homenaje.
Dice Carreño:
“… Al presidente López Obrador le ha costado sangre entender que, más temprano que tarde, la fantasía de una permanencia indefinida de su liderazgo ‘puro’ y ‘transformador’ en el poder deviene en su entorno en insaciable avidez patrimonialista. La causa ‘transformadora’ se vuelve pulsión de seguir disponiendo sin límites temporales —y sin frenos ni contrapesos— del patrimonio, los recursos y los resortes de decisión de la administración pública y el estado, como si fueran patrimonio propio, herencia familiar, botín de los allegados…”
Ideas analíticas de enorme oportunidad en estos tiempos en los cuales la voluntad presidencial determinará el peso de la balanza cuyo fiel marcará la densidad y oportunidad de una candidatura.
La dificultad del patrimonialista (eso ya no lo dice Carreño; lo agrego yo), no es el monto de la herencia sino escoger al recipiendario
El uso de esos bienes una vez cedido el patrimonio, en este caso una simple banda de colores con un águila dorada en el centro ya es cosa más allá del control de quien otorga el legado.
La gran pregunta en la sucesión dinástica (el patrimonialismo tiene ribetes no monárquicos en cuanto a la arbitrariedad de la decisión porque no hay líneas biológicas de prelación o primogenitura), es si el favorecido corresponderá con una lealtad a toda prueba la suerte dispensada. Es de ir, si cumplirá con los compromisos recibidos con el cargo, o ya poderoso y acomodado en la silla mayor, se olvidará y la emprenderá contra el antecesor.
La historia nos demuestra cómo el ejercicio del poder, cuya práctica marea, envanece y hasta enloquece a quien lo tiene, no es amiga de la eterna gratitud. Ni de la gratitud efímera más allá de los protocolos y urbanidad del primer día.
Cárdenas sacó a Calles del país, López Portillo preguntaba a toda plana en los periódicos ¿Tu también, Luis”, antes de calibrar hasta dónde le ardió a Echeverría el destierro a las lejanísimas islas de la polinesia donde no podía conspirar sino con los canguros. El odio entre Zedillo y Salinas es proverbial y si bien hay otros ejemplos, no tiene caso agotar con ellos estas líneas. Son de conocimiento general.
Todos han aceptado la herencia y rechazado idolatrar a quien hizo posible el arribo dichoso a la altísima posición del poder casi ilimitado. No será el límite de ese poder la resignada aceptación de una cuchara más en la olla del potaje.
“La causa ‘transformadora’ se vuelve pulsión de seguir disponiendo sin límites temporales —y sin frenos ni contrapesos— del patrimonio, los recursos y los resortes de decisión de la administración pública y el estado, como si fueran patrimonio propio, herencia familiar, botín de los allegados…”
Causa, obviamente es propósito ideológico todo justificante, y práctica política; afán superior. Todo sea por la causa.
¿Pero cuando la causa es ficticia? ¿Cuándo la transformación no es sino una oferta ingeniosa en el catálogo de la narrativa original?, entonces revela, obviamente, la otra parte: la verdadera realidad de la ambición política más allá de “causas” ideológicamente heroicas: la disposición personal de , los recursos y los resortes de decisión de la administración pública y el estado, como si fueran patrimonio propio, herencia familiar, botín de los allegado (y de los familiares)”.
Pero con textos como ese Carreño nos ha llevado a muchas reflexiones a lo largo del tiempo. Entre los nuestros –lo sigo viendo como un reportero–, se ha ganado merecidamente la distinción de maestro.
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