En el lenguaje religioso se llama reliquia a un objeto de veneración casi mágica.
Un talismán, una pieza sagrada, un sitio especial donde ocurrió un prodigio; la fuente o la cueva de Lourdes, el cerro del Tepeyac; ya sea donde nació el Mesías o la vía de la flagelación, crucifixión y muerte de Jesús, el sudario milagroso o un simple pelo de la barba del profeta, como se venera en el Islam junto a la babucha del profeta.
Ahí donde en tiempo remoto, sucedió el prodigio (todos los milagros ocurrieron en lejana era) se alzan ermitas, templos, iglesias, mezquitas o iglesias para venerar y reafirmar. La veneración garantiza la perdurabilidad del dogma.
Y no sólo en asuntos religiosos. Conozco el caso de dos borrachos arrepentidos, cuyos pasos los llevaron a contemplar en la sede de los servicios mundiales de A.A., en Nueva York, el original del libro con los doce pasos de su programa para abatir el alcoholismo, mecanografiado por Bill y Bob (o alguna diligente secretaria cuyo nombre no conozco. Era anónima).
Todas esas formas de la magia, de atribuirle valor a los objetos cercanos a la santidad, la divinidad o simplemente la historia, nos permiten retacar los edificios llamados museos, en los cuales atesoramos símbolos, vestigios, huellas, memorias mundiales, símbolos de identidad y todo cuanto ya sabemos de sobra. Museo –a fin de cuentas–, significa lugar del conocimiento. Casa de las musas.
En la educación nacional, antes del fracasado experimento sin pies ni cabeza de la Nueva Escuela Mexicana, la reliquia mayor es el escritorio de Vasconcelos en el edificio de SEP, cuyo usufructo se disputaron alguna vez Josefina Vásquez Mota (SEP) y Juan Ramón de la Fuente (UNAM). Tiene un valor sacramental, pero sí mucho apuramos las cosas, anecdótico, nada más.
Cuando en tono hasta cierto punto amable la secretaria y el rector debatían sobre esa obra maestra de ebanistería, inventariada por la UNAM, De la Fuente le lanzó una puya a Josefina:
“…los universitarios vemos con la mayor simpatía que la mesa y el escritorio de don José Vasconcelos permanezcan en la Secretaría de Educación Pública, para que no se olvide que la Secretaría se concibió, se creó y se diseñó desde la Universidad…”
Como se sabe Jorge Enciso trabajó la madera con finura de marquetería e incrustaciones, nos dice Julieta Ortiz de Villaseñor, del Instituto de Investigaciones Estéticas, de la UNAM sobre sus particularidades:
Su “panel frontal se ornamenta con el escudo de la Universidad Nacional y la cubierta con un extraordinario zodiaco labrado en madera, obra del mencionado Enciso.
“En los paneles laterales se aprecian dos figuras femeninas que, por sus rasgos formales, por la posición de sus cuerpos y por su iconografía, se relacionan íntimamente con el trabajo pictórico de Roberto Montenegro… puede apreciarse un sentido refinado y suntuario propio de las habitaciones finiseculares, donde muebles, lambrines, plafones, tapicería, alfombras y demás objetos ostentan el gusto europeizado de la época…”
Ni madres de austeridad republicana.
Obviamente el escritorio permanece ahí y debe ser de muy buena madera porque a lo largo del tiempo ha soportado a muchos incapaces hasta de escribir su nombre como es el caso de la maestra Delfina Gómez (nuestra Madame Curie texcocana) y la superdotada Leticia Ramírez. El PRI ponía a Agustín Yáñez y a Jaime Torres Bodet y la NEE puso a estas dos señoras.
Por desgracia la condición de la dicha reliquia cultural no ha impedido el desastre de la educación nacional, sobre todo en los tiempos recientes cuando se quiso lograr “la revolución de las conciencias”.
Hoy, cuando muchos se rasgan el peplo por la designación de Mario Delgado en la SEP, se escuchan de nuevo las voces de la nostalgia por don José: ¿cómo es posible, ese hombre en el escritorio de Vasconcelos?, como si fuera una afrenta a la memoria de quien salió mafufada esa de la Raza Cósmica y el espíritu parlante.