Con pasmosa frecuencia los grandes camiones se vuelcan y arrastran en su inercia autos estacionados en las carreteras o se van sobre carriles de sentido contario o se meten hasta el fondo de un camino y a su paso arrollan, rompen, atropellan.
Son conducidos por choferes mal entrenados y peor pagados, llenos de anfetaminas o alguna otra sustancia con la cual resisten el viaje de un tirón desde Ciudad Juárez o de perdida, Saltillo, Coahuila (nada tan ejemplar como un trailero de Saltillo).
Duermen poco, comen mal; trabajan contra el reloj, son jóvenes y están cansados. Si llegan a tener un accidente los auxiliarán un rato y después los dejarán a su suerte. Los dueños de los transportes dirán siempre, error humano; ellos argumentarán, fallaron los frenos.
Y los dos tienen razón. No es posible frenar cuando se carga ese volumen a esa velocidad (arriba de cien kilómetros nadie controla un tráiler chicoteando como víbora chirrionera) ni hay balatas para detener ese monstruo en un tramo razonable.
Circulan por carreteras de pavimentos vencidos por el peso. Mueven muchas toneladas, sesenta, cien, quien sabe cuántas en verdad pues los pesos se adulteran en las fáciles básculas de la corrupción. El setenta por ciento de la carga del país se mueve sobre llantas de hule, por carreteras mal diseñadas, con reparaciones constantes, con cargas excesivas. Ni modo, es la industria del autotransporte cuya utilidad, más allá del heroísmo fantasioso de mover a un pañis, es ganar dinero.
Y mientras se suman los millones del transporte carretero, también se suman (lo cual no le importa a nadie) los muertos en las carreteras por este motivo. Más de mil personas al año fallecen en accidentes provocados por enorme y pesados tráileres de doble caja, de remolques articulados cuyo peso a veces vence las uniones y los pone a bailar en el camino y los vuelca y los manda como torpedos mortales contra quien haya salido esa mañana de su casa con la mala suerte a cuestas y una cruz en la frente.
Y ante esto todo mundo cumple su responsabilidad: no hacer nada. Dar explicaciones llenas de datos y de cifras, explicar la norma y proponer su cambio, lamentarse por la muerte de quien esté en los diarios en esa semana y después dejarlo todo de nuevo en el olvido, todo menos pagar dos transportes de una caja, en vez de uno de caja doble. Así de sencillo.
El tiempo es dinero y el tráiler cuesta. Ni modo, los negocios son los negocios y los accidentes, pues son cosa de Dios, ¿verdad?, cómo quiere usted hacerle, ¿vamos a llevar el país a la quiebra, vamos a disminuir la inversión, vamos a producir inflación? No señor, no de ninguna manera. Nunca serán abolidos estos métodos de transporte y carga. Jamás.
Y nos hablan de economía y de costos y de índices de productividad y de normatividad bajo la lupa y de compromisos por la transparencia y la eficacia de una fiscalización férrea y una inspección rigurosa, pero el tráiler (como sinécdoque) sigue su loca carrera hacia la muerte de miles.
Las muertes ya ocurridas, de algunas de las cuales yo he sido testigo cercano; ya no se pueden remediar ni con todos los ríos de llanto derramados por los fallecidos en caminos ensangrentados, pero una decisión oportuna, hoy mismo, les salvaría la vida a los mil condenados a muerte durante el año 2017.
–¿Y sabe? Los condenados, cuyos nombres no sabemos ni los saben ellos, se van a morir sin remedio. De este mes al siguiente octubre, cuando ya estemos en las precampañas electorales, ya se habrán muerto legiones de personas inocentes.
Y vamos a escuchar en alguno de esos actos rimbombantes a los cuales son tan afectos los políticos, discursos de promesa para remediar esta situación. Y no ocurrirá nada. Nunca.
No importa cuántos mueran, no importa quienes mueran.
No valen ni el dolor de las familias, ni las promesas del gobierno o las audiencias en el Senado o las discusiones, sin término, en la Cámara de Diputados. Palabras en el viento.
Las carreteras, cuando no son escenario de asalto, robo o bloqueo político, son caminos de muerte. A fin de cuentas nada importa, nada más el dinero; mucho dinero.