Mañana se cumplen 500 años del nacimiento de esta ciudad.
Al ser capturado Cuauhtémoc, no en Tenochtitlán, la ciudad de los mexicas, su centro cósmico, su ombligo, su punto de conexión con el universo, el mundo y el inframundo, sino en Tlatelolco, por cuyos canales flotaba con su familia, el universo mexica, su mundo y hasta su inframundo se derrumbaron con un estrépito de catástrofe, cuyos ecos todavía resuenan en una confusa historia con cuyos efectos (y defectos) no hemos podido ni encontrarnos, ni resolvernos.
Este desencuentro, esta interminable confusión en torno de la pregunta sobre nuestro origen, nuestro rumbo y nuestra naturaleza ha querido ser abolido por los ideólogos (o las ideólogas), de la imaginaria “Cuarta Transformación”; mediante un bobalicón juego de palabras.
Ya no se habla de la conquista, un hecho real y horrenda, pero se exalta una resistencia tan fugaz como para terminarse con el prendimiento de Cuauhtémoc, su prisión durante casi cuatro años y después su conversión forzada al catolicismo y su aleve ejecución cuando era un hombre lisiado y avejentado por los tormentos de fuego inmediatos a su captura.
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Pero en la historia de México nadie voltea a ver el derruido Cú; hoy se antepone a San Hipólito, por la fecha, aunque su iglesia en la calzada de Tlacopan, haya sido usurpada por Judas Tadeo, santo de todas las desventuras y faro de muchos en una ciudad donde la desgracia es presencia abrumadora y quizá destino inevitable.
El gobierno urbano, con intención de congraciarse con los habitantes del Palacio Nacional, ha asumido falsas fechas y distorsiones entre conquista y resistencia, y para conmemorar una ciudad destruida, y no el actual horror, descendiente de la fundación novohispana (a pesar de sus tres siglos), ha alzado una pirámide sin piedras, sin alfardas labradas de tierra apisonada ni sierpes ondulantes de cabezas emplumadas, sin eructos volcánicos de tezontle negro y rojo, sino una miserable escenografía de Tablaroca, con los tablones del “Drywall, inventados por Gypsum Co, el siglo pasado como arquitectura de Dallas o Chicago,
Resulta una pena, ni siquiera utilizaron el cemento “Tolteca”.
El Zócalo de la ciudad, como escenario jolgoriento, se aparta mucho de aquella imagen lopezvelardiana tan descriptiva de la derrota mexica: “…que de responsos llena el victorial zócalo, de cenizas de tus plantas…”
Ceniza de tus plantas; residuo calcinado del martirio, del tormento, de la tortura inicial de nuestra historia.
Pero hoy se busca la maqueta. Una figuración sin sentido, una alusión imaginaria, un así debe haber sido porquen nadie nos confirma ni sus proporciones ni su ornamentación. Historia ficticia, monumentalidad de feria.
Hoy valdría la pena recordar algunas palabras sobre el desencuentro de los orígenes. Las escribió Octavio Paz:
“…En América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y brillantes civilizaciones como México y Perú. Los españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente.
“El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres… La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espiritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo.
“Cierto, el sentimiento de la separación es universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza…”