“Por Mina, ya tarde, salen con un abrigo muy usado y un pequeño maletín donde las pestañas más largas de la noche se mantienen en reposo. La emprenden algunas por Belisario Domínguez, otras caminan despacio, fatigadas por una noche de baile, por Aquiles Serdán y se pierden por los rumores de San Juan de Letrán, Avenida Hidalgo o Tacuba.
“Las hay quienes salen en compañía no siempre decorosa, a bordo de un automóvil a menudo de lámina abundante y propietario generoso y unas más, con menor suerte, se alejan hacia el vecino Garibaldi porque la birria es barata en el mercado de San Camilito.
“Ellas son bailarinas en el Blanquita.
“Algunos no tiene aún los 18 años cuya efemérides festejaron con parranda teatrera y descomunal en el vecino King Kong, pero ellas heredan el puesto de muchas cuyas delgadas pantorrillas y urgentes necesidades, hicieron el espectáculo tradicional más popular y propio de la ciudad de México
“Más allá de Margo Su, la empresaria o los cantantes cuyo vuelo inicial los alzó luego hasta alturas doradas donde aguardaban la cumbre y el triunfo, son ellas quienes hicieron posible el espectáculo de revista, último refugio del mexicano sin fondos para ir al cabaret, sino al salón modesto (y no por sencillo cabaret al fin) cuya simpleza cubre los fines del “cabaretucho”.
“Y para ellas se debe contar esta anécdota posiblemente falsa, pero hermosa:
“Un muy alfo funcionario del gobierno holandés (y más aún, de la casa Real, de nombre Bernardo) plantó en una ocasión a un Presidente de la República quien lo citó a las altas horas de las diez nocturnas. No acudió{o a la cita. Lo buscaron inútilmente los ayudantes presidenciales y puso de cabeza al Estado Mayor. Nada.
“El señor estaba en el Blanquita tratando inútilmente de traducir a neerlandés, los gracejos sutiles de “Borolas”. Cuando fue posible reencontrarse con el Ejecutivo, le confesó el pecado:
–Hombre, le dijo el mandatario–, si fue por eso no sienta usted ninguna pena”.
Este texto forma parte del libro “Por nosotros y por la ciudad” editado hace ya muchos años por la Universidad Autónoma de Sinaloa. ¿Por qué la UAS editó un libro de semblanzas y crónicas de la ciudad de México?; no lo sé, pero ahí está.
Tiempo después, como funcionario del Departamento del Distrito Federal me tocó colaborar con Manuel Camacho y Manuel Aguilera en la apertura del Blanquita. Los descendientes de Félix Cervantes y la empresaria Margo Su, tenían atascados algunos pleitos legales y el telón se estaba llenando de polvo y olvido.
Camacho quería hacerse de la candidatura presidencial y lo mismo le entraba a la reinauguración de la Plaza México, empeño en el cual lo ayudaba Tulio Hernández, o el funciona miento del olvidado frontón México, edificios ambos, propiedad de los señores Cossío.
Una noche el “Blanquita” estrenó marquesina. En las butacas estaba el presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari: Héctor Lechuga abrió la función.
–Señor presidente, aquí el único leal soy yo.
“Usted sabe que yo siempre he sido salinista, por eso llevo años trabajando con este… y las luces se dirigieron a ¡Chucho Salinas!
Las historias del Blanquita son incontables. Las buenas y las peores aunque hoy se vayan alejando del interés de una nueva ciudad cuyos símbolos de antes se diluyen en el tiempo como los novios de gayola entre reclamaciones, celos y suspicacias.
Esta capital ya no tiene relación con aquellos teatros de revista. Ya no existe nada para sustituir a este centro de reunión, ni tampoco a los idos para siempre Follies, Margo o Salón Verde donde comenzó hace muchos años el baile interminable de caderas mágicas de Tongolele.
Hoy estos nombres hoy le dicen poco a muchos, especialmente s los jóvenes.
Pero en ese lugar hoy amenazado por la extinción, una noche de fortuna era posible para un reportero, compartir el camerino con Toña “La negra”; Celia Cruz y Virginia López, todas festivas, todas alegres hasta el triste fin de una botella de brandy.
EI desaparece el Blanquita, nada importará.
La nostalgia no garantiza la vida.