Medimos la vida en los años transcurridos y  los contamos con la acumulación de los meses y éstos nada más en el abigarrado racimo de los días y las horas y los minutos y el segundero de la esperanza traicionada por la fugacidad del instante.

Al fin y al cabo la vida no se acumula, se disipa en la suma de ese invisible concepto llamado tiempo.

Nadie entiende bien a bien: cada día más es un día menos.

Gana el tiempo; pierde la existencia como mazorca condenada a soltar sus granos cuya suma a fin de cuentas, no parecer ser algo más sino la torpe, frágil, conveniente acumulación de los recuerdos cuidadosamente elegidos. Memoria electiva.

A la hora final lo único en la historia es la memoria. Y al morir también se acaba la materia del recuerdo.

El fin, por fin.

Pero mientras, acomodamos en el rincón del alma algunas cosas:  allá lo feo, lo doloroso; por acá la historia feliz, real o inventada, el tiempo dulce, las bondades olvidadas, el gozo, la tristeza; los amores y los desamores, los afectos, los hijos, el nieterío, cuando lo hay,  quizá la sombra de un gato de la infancia; un loro en la rama, aquella página linda del libro extraviado, el persistente recuerdo de sombras en la pantalla, la conquista de la primera plana, el reportaje de asombro, la entrevista única.

El primer cine, la primera sacudida en las tablas de teatro, el primer concierto, la danza prima, el inicial bufido del toro en la plaza, la cornada del miedo, el pavor de la sangre. Tantas cosas se suman a la memoriosa cadena del mundo interno. Nadie sabe.

Pero mientras la clepsidra gotea y el arenero deja fluir sus mínimos miligramos, los hombres construyen el mundo donde habitan y hacen promesas para el futuro.

El asesino afila su cuchillo o engrasa su revólver; el amante jura por la eternidad, el cura negocia el perdón de los pecados, el pecador promete arrepentimiento; la novia fidelidad, el adolescente estudio y cannabis recreativa; los dueños de almacenes ofrecen dones para la posteridad, los televisores analógicos cierran su pupila cinescópica y de los muros cuelgan esbeltas pantallas digitales en cuya colorida extensión no aparecerá nunca más la catafixia (¿catch and fix? ) de Chabelo.

Catafixia, neologismo fuera del alcance académico con el cual se plantean los trucos de la ambición. Tienes y quieres más en el juego de la avidez, de la suerte inducida, como en el cubilete “la mentirosa” engaña y desengaña. Optar, decidir, casi siempre contra la casa, contra la banca. Al término de la cuenta siempre apostamos, y perdemos, contra el casino del mundo.

—¿No es la vida a veces una catafixia? Tener y querer. A veces no hay oportunidad para adivinarlo ni para saberlo.

Pero contar —en sus dos acepciones— ha sido la obsesión del hombre a lo largo del tiempo.

No es igual un contador, diestro en haberes y carencias; en balances, ingresos y egresos,  a un narrador quien nos cuenta las historias como las madres hacen por las noches para invitar a las niñas (“…había una vez, Camila…”) al reposo total  inducido por la fantasía, una especie de ensoñación  para llegar al sueño verdadero, si eso se pudiera decir de los reflejos en la mente dormida.

Randal White, un arqueólogo cuyos hallazgos fascinaron al mundo encontró en Sungir, Rusia, un entierro magnifico: un  hombre de sesenta y seis años  y dos niños, muertos hace 28 milenios.

La cuenta de sus días y su posición social, se descubrió así:

“…los cuerpos estaban adornados con, respectivamente, 2 mil 936; 4 mil 903 y 5 mil 274 cuentas, además de —en el caso del adulto—, un  gorro de abalorios con  dientes de zorro y 25 brazaletes hechos con marfil proveniente de los colmillos de un mamut…” *

Todo eso hace 28 mil años…

Pero en plazos más cercanos suceden otras cosas, otros entierros.

El agónico año ha sido pródigo en hallazgos mortuorios. Con los días nos pasa como con la proclama del reclamo: “nuestros días”… los construimos vivos, estaban vivos y se los llevó el tiempo; vivos los queremos de regreso. Imposible, todo resulta imposible.

Ha sido arduo y triste este año.

Ha traído sufrimientos y dolores y no se ve en el horizonte nada mejor. Se enflacan los precios del petróleo, se derrumba el peso sin importar las razones para su caída ni tampoco la utilidad de comparar nuestra vida con la vida de los otros. El mundo entero sufre, es a veces un real valle de lágrimas.

Pero el hombre se empeña y construye. Todo pasa por el afán de conducir la construcción; eso es el gobierno, eso es la política. Conducir y a veces limitar, hacer de la sociedad un jardín, no un cementerio. Eso dicen quienes hablan con ejemplos de cosas tan sencillas como la organización de la vida en grupo.

Nadie vive solo y a veces ni siquiera muere en soledad.

Pero la vida humana es fugaz, no así la vida social. Los hombres mueren y la vida no. Como dice el Eclesiastés, “..los hombres van y vienen pero la tierra permanece… vanidad de vanidades, todo es vanidad… todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír…”

Pero en esa insaciable capacidad de mirar y escuchar a veces queda espacio para el asombro: los reos evadidos, los proyectos mutilados, la ineptitud de algunos, la mezquindad de otros, la lucha electoral, la conquista del poder.

Repetir elecciones en Colima,  convocar a los candidatos a una justa pelea, abolir y resucitar partidos inexistentes en la vida real; construir con ladrillos de aire, transformar las leyes pero dejar intactas las conductas, hacer reglamentos, ordenamientos, bandos y constituciones, intentar la edificación de una nueva idea de ciudad en la sufrida capital de la lagunas muertas.

Vivir es intentar, ensayar, repetir y arrepentirse.  Buscar las piedras debajo del agua y el agua debajo del suelo, horadar los túneles hacia ninguna parte, contemplar la belleza sin  llegar jamás a ella, ambicionar sin sentido y sentir sin proyecto real, el mundo abierto.

“Vanidad, todo es vanidad…”

Pero así, con la plena conciencia de no saber nada, de mirar los espectros de la vida en los platónicos muros de la caverna de nuestros días y nuestros meses y años hemos visto pasar más de medio siglo, mucho tiempo; muchos días sin huella, muchas semanas sin luz, muchos vivir con los ojos cerrados a los esplendores anhelados.

Y el flujo de la vida nos escurre por las manos. Los dedos se manchan con la sangre seca, los muertos nos esperan a la vuelta de la esquina, la mañana se pudre cuando llega la tarde y la noche se agita cuando de nuevo aparece la luz. Todo el tiempo ha sido así, toda la vida será de esa manera y un día de estos, como la hoja seca caeremos del árbol y seremos juguete del aire, presa del viento, brizna nada más, trozo olvidado.

Ya no habrá tiempo para recordar, ya no habrá tiempo para sentir. Ya no habrá tiempo.

Pero mientras eso sucede, digamos felicidad para quien la merezca, salud para quien  la necesite, paz para quien no la tenga.

Por hoy se cierran los telones, la temporada se colma de pinos con  foquitos y esferas de colores. El comercio le gana la partida a la experiencia personal.

El mundo sigue, no sabemos hacia dónde, pero sigue… y nosotros también.

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*IDEAS, Peter Watson.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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