Pero esta ley promovida por el Verde no resuelve la historia de la crueldad humana. Cuando más agrede al circo, una tradición de orígenes remotos y sueños compartidos. Un circo es una institución cultural (lea Un redoble muy largo, de Manuel Echeverría), así no lo sepan los legisladores del oportunismo.
Hace algunos años vi un anuncio en las calles de Nueva York. Un grupo activista a favor de los derechos de los animales, protestaba por el uso de caballos de tiro en las carretelas turísticas cuyo recorrido en torno del Parque Central es una vieja tradición. Había una fotografía. Un equino muerto junto al carruaje. “Trabajó hasta el último día de su vida” Toda la crueldad de la vida se sintetizaba, según esos defensores de los solipedos, en un caballo uncido a las varillas de un carrito.
Curiosa sensiblería en un país capaz de sustentar su predominio en la guerra como lenguaje frecuente. De la bomba atómica festejada como triunfo deportivo en esas mismas calles, a la furtiva lágrima por un tenco.
—Le pusieron una de perro bailarín, decían viejas palabras cuando se quería explicar un maltrato similar al de los entrenadores con sus canes de exhibición. Y es verdad, de una u otra manera los humanos hemos hecho prolongados y sistemáticos actos de crueldad contra los animales a lo largo de la historia.
Pero toda esa vejación ha hallado por fin una salida honrosa: el Partido Verde Ecologista de México lo solucionó: prohibir en los circos los espectáculos con animales. Y quizá en esos sitios de carpa y nomadismo sea donde menos daño se les causa a los irracionales, pues semoviente enfermo no trabaja. Y si no lo hace es demasiado costo mantenerlo para nada. Los mayores peligros para las bestias circenses están fuera de las carpas, no dentro de ellas.
Quienes tengan edad recordarán aquel célebre episodio de hace medio siglo en la entonces hermosa colonia Santa María la Ribera, hoy —por desgracia— conocida como Santa María “La ratera”.
Una elefanta —Judy, se llamaba— se escapó del circo. El cornaca (así se le llama al cuidador de los paquidermos) la buscó y la persiguió, pero también lo hacían dos reporteros de un diario vespertino, uno de los cuales la enloqueció con los relámpagos de su flash.
El animal corrió hasta quedar acorralado en la esquina de una gasolinería frontera con la Alameda, en la calle Carpio (Servicio 7 ½), donde la policía la mató a balazos como castigo a sus relativos destrozos. Dentro del circo habría muerto, de muerte natural, entre risas infantiles y aplausos, alzando las patas con la torpeza propia de su tonelaje y su condición de maquinaria prehistórica envuelta en la lona de su piel arrugada, según nos enseñó Juan José Arreola.
Los niños de entonces corrimos a ver; por primera vez en nuestras vidas (y seguramente la última) el cadáver de un elefante en la esquina de nuestro parque de juegos vespertinos.
Pero esta ley promovida por el Verde no resuelve la historia de la crueldad humana. Cuando más agrede al circo, una tradición de orígenes remotos y sueños compartidos. Un circo es una institución cultural (lea Un redoble muy largo, de Manuel Echeverría), así no lo sepan los legisladores del oportunismo.
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