Hace muchos años, y de ello se ha comentado en muchas columnas, no sólo en ésta, el presidente Gustavo Díaz Ordaz, perseguido por los sucesos de Tlatelolco, de los cuales se había virilmente responsabilizado en su Informe de Gobierno, sostuvo una entrevista televisada (cuando tal recurso era poco frecuente), con el ánimo de “humanizarse” frente a los ciudadanos.
El empeño fue un fracaso. Ya no había forma de revertir la tendencia de una opinión pública adversa y un juicio negativo.
—¿A quién de sus amigos seguirá usted viendo cuando salga de la Presidencia?, le dijo el doctor Sodi Pallares a su entrevistado.
—Mire doctor, mejor pregúntenme quién de mis actuales amigos me seguirá buscando cuando deje la Presidencia.
Con todas las proporciones a salvo, ése es el mismo destino del presidente Peña Nieto, quien ayer, con pantallas, proyecciones, audiovisuales y demás, presentó un último mensaje nacional de esa multitudinaria concurrencia, con motivo de su último Informe de Gobierno, el cual ni siquiera ha sido leído (y quizá no lo sea) por los diputados y senadores del Congreso de la Unión, quienes harán de la glosa una mínima expresión de desinterés.
Cuando mucho cumplirán por encimita un trámite.
Tampoco el Presidente Electo, quien ha dicho no haber tenido oportunidad de profundizar en el contenido, necesita saber los detalles del prolijo documento entregado el pasado sábado a Porfirio Muñoz Ledo, presidente de la asamblea, por el secretario de Gobernación, Alfonso Navarrete Prida.
¿Ya para qué?, se preguntan los nuevos dueños del poder nacional.
Y si Gustavo Díaz Ordaz se adjudicó a sí mismo la única responsabilidad por el desenlace del movimiento estudiantil de 1968, lo cual causó su ruina histórica, el presidente Peña ha explicado su paternidad en el “gasolinazo”, expresión con la cual la oposición demolió en buena parte su figura hasta llegar al infame grado de un 70% o más de desaprobación ciudadana al final del mandato.
Sin embargo, en otros casos, sin los escándalos del actual gobierno ni una matanza en la plaza pública, todos los presidentes de México terminan en el descrédito y el repudio. Se diría, sin demasiado dramatismo: es el destino del poder. De la soledad del Palacio, al rechazo de la historia.
Subir por las escaleras de la adulación, en un principio, y caer irremediablemente por el tobogán del desprecio, años después.
Los hechos actuales marcaron a Peña, pero no fue menor el estigma de Luis Echeverría o José López Portillo a quien la gente perseguía a ladridos por haber fallado en su canina defensa del peso. No le perdonaron eso ni su colina de opulencia babilónica, en la cual se dispuso después el escenario de alquiler para telenovelas de toda categoría y ahora un conjunto de casas de lujo.
Peor le fue a Echeverría, confinado por años en su vieja casona de San Jerónimo, de donde no pudo salir por las acusaciones de genocidio. Su arresto domiciliario nunca fue presentado como tal, pero eso fue. No se tiene otro caso similar en la historia reciente.
De la pedrea en la Ciudad Universitaria al coro con gritos de “asesino, asesino” en la oficina del Ministerio Público.
Dos veces fue dinamitada la estatua de Miguel Alemán en CU y una vez derribado el bronce de cuerpo entero de Vicente Fox en Boca del Río. A Ernesto Zedillo nadie le reclama nada porque se fue voluntariamente del país y cuando viene lo hace en tono tan gris como para pasar absolutamente inadvertido, aun cuando sus índices de desaprobación al final del mandato, cuando el PRI perdió el poder, fue el menor de todos: 56 por ciento.
Felipe Calderón se fue con un 70 por ciento de desaprobación (y tomo estos datos de la investigación de Roy Campos) y Miguel de la Madrid cargó con un 57, en los peores días del acoso de un gobierno estadunidense del cual se tenga memoria cercana.
Todos esos presidentes tuvieron a su disposición enormes cantidades de dinero para su promoción personal, pues eso es a fin de cuentas el gasto gubernamental en publicidad oficial. No son gastos de comunicación social, son erogaciones de propaganda, como ocurre en todas partes y sucederá ahora, cuando el futuro gobierno disponga de una ley al respecto, elaborada por los diputados y senadores de Morena.
Quizás el ciclo del halago y el desdén (o peor), también se cumpla en este caso dentro de seis años.
Por lo pronto, ayer Peña Nieto llegó por vez postrera al patio central, para imaginar el vuelo de un Pegaso surgido de la fuente sangrienta de la medusa hacia una resurrección ahora imposible y un futuro personal lleno de incertidumbre.
El poder se acabó, y se acabó para siempre.