Parece cosa de burla, pero el señor licenciado Luis Echeverría, repudiado por miles tras haber propiciado la salida de Julio Scherer un ocho de julio murió casi en la fecha exacta del aniversario número 46 de aquel episodio cuya versión jamás supo contrarrestar y lo acompañó a la tumba con una mancha más en la mortaja.
Otras cosas lo ensuciaron también para siempre: la Guerra Sucia, “El halconazo”; los muertos de junio y la memoria de octubre, aunque en esa ocasión su culpa haya sido relativa, como reconoció abiertamente Gustavo Díaz Ordaz, cuyo valor civil lo hizo afirmar ante el Congreso Nacional: soy el único responsable de los hechos de1968.
Luis Echeverría muere en su centenario, en los días cuando la ociosidad infructuosa de la Cuarta Transformación persiste en la cacería de brujas. Hagan cuanto quieran, pero el brujo mayor, les ha dado la espalda para siempre. Ahora buscarán hechiceros menores, brujas pequeñas, para no quedar en ridículo con sus públicos cautivos.
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Sí; lograron encerrarlo en casa por varios años, le colgaron prendas de injuria durante medio siglo, lo satirizaron, lo condenaron y encendieron la hoguera de la leña verde. Pero hoy, con todo y sus recurrentes banalidades sobre la guerra sucia, se han quedado -como decía aquel–, con un palmo de narices.
En la semana de su deceso hubo una maniobra política aún no culminada: el amago desde la Unidad de Inteligencia Financiera, a cargo de Pablo Gómez, para perseguir a Enrique Peña Nieto a quien lo acusarán, a fin de cuentas, de lo mismo: el caso Iguala, aunque todo lo ocurrido allí haya sido producto del contubernio entre los narcotraficantes guerrerenses (la otra cara del guerrillerismo), y el gobierno del Partido de la Revolución Democrática. Pero hábilmente lo convirtieron en un delito presidencial. Y el gobierno jamás supo apoderarse de la narrativa, como dicen ahora.
Y llama la atención un detalle: el fiscal es el mismo.
Hace años, en la XLVII legislatura, Pablo Gómez promovió una comisión especial para elucidar el caso 68. Uno de los puntos esenciales de tan singular pesquisa, cuando ya no vivía Díaz Ordaz, era llevar a la Cámara de Diputados a Luis Echeverría. Con base en recursos legales, Echeverría citó a los diputados en su casa. Y allá fueron para escuchar una larguísima explicación y salir con las mandíbulas trabadas y la cola entre las piernas.
Pero el acoso no cesó. Durante todo el tiempo empujaron quejas, denuncias, recursos, juicios y lograron algo nunca antes visto: encerrar en presión a un ex presidente. Domiciliaria o no la prisión es el encierro. Y jurídicamente vale tanto como estar en un reclusorio. Es la privación de la libertad. Punto.
En ese sentido a lo largo de su vida (Echeverría no tuvo vida, me dijo ayer uno de sus familiares, sólo tuvo biografía), conoció el poder, el destierro (cuando lo echaron del país con el chaleco dorado de un embajador), y el encierro.
Hoy tengo muchas imágenes en la memoria. Rescato esta:
Una mañana, en Munich, se había programado una visita a la pinacoteca. En el corrillo del lobby me desprendo en busca de un cenicero, cuando se abre el elevador: Echeverría con un negrísimo abrigo de casimir.
–Venga, me toma del brazo y a zancadas enormes me lleva con él por la calle rumbo a la colección de cuadros más hermosa de Alemania.
Estando ahí me detiene frente a un enorme lienzo de Rubens. Una escena de cacería. Falsos negros, etíopes y cosa parecida en la rubenciana alegoría lancean un hipopótamo, cuyas fauces se abren magníficas.
—¿Qué le parece? impresiona el rinoceronte, ¿verdad?
Y no tenía caso explicarle al presidente su dislate zoológico porque si él decía rinoceronte, todos veían el cuerno en la nariz.
Echeverría fue el último exponente del Populismo Constructor. Él hizo el Infonavit, el Conacyt, hoy en manos fanáticas e incompetentes; la agencia Notimex, en huelga desatendida hace dos años por culpa del radicalismo cuatroteísta; las ciudades turísticas como Cancún y los Cabos; logró la Integración federal con los estados de Baja California y Quintara Roo, y una larga lista de aciertos.
Sí, pero….