Ocupa planas de efímero papel con piroclásticas fotografías de revulsiva belleza y espacios en la televisión con volutas ahumadas en movimiento. La radio nos narra las gigantescas dimensiones de una interminable columna de humo cuya dimensión logra kilómetros sobre la helada curvatura del cielo invernal; derrite la nieve de las laderas del Popocatépetl y le otorga una inútil importancia al todavía más inútil Centro Nacional para la Prevención de Desastres, cuya existencia (al menos en materia de volcanes) ha sido siempre útil para untársela al queso, pero con una alta presencia mediática, entre la repetición y la inconsecuencia.

La insistencia de advertir la actividad del Popocatépetl como un riesgo inminente y catastrófico sólo guarda relación con la ociosidad de sismólogos y vulcanólogos, quienes han hallado en Don Goyo un cliente insuperable y una fuente segura muy prolongada de ingresos.

Los geólogos han dicho:

“Ese volcán tiene comportándose de esa manera, aproximadamente 730 mil años”. No exageremos ni le otorguemos al Gregorio chino una longevidad quizás inmerecida.

A lo mejor sólo tiene 500 mil años fume y fume, sin riesgo de cáncer cavernoso en el infatigable fuelle de sus pulmones de fuego.

Las televisoras tienen cámaras permanentemente abiertas y en registro, para no perder exhalaciones, lo cual puede ser más o menos noticioso como evento natural y recurrente, pero de ninguna manera considerable como suceso sobrenatural.

Mucho menos para confundir Amecameca con Pompeya y Cholula con Herculano.

La convivencia de los lugareños — Santiago Xalitzintla, San Nicolás de los Ranchos y San Pedro Benito Juárez, entre los principales—, con los gruñidos de la montaña y sus exhalaciones de vapor y a veces sus pedruscos enrojecidos, tiene un equilibrio maravilloso entre lo simbólico y lo sagrado.

Los “tiemperos” son los interlocutores de las montañas y nada grave ha ocurrido, no sólo durante estos años de vigilancia burocrática, sino a lo largo de cientos de años, como no sucedía tampoco nada cuando Diego de Ordaz subió la fría ladera, por órdenes de Cortés, para extraer el azufre y hacer la pólvora con la cual culebrinas y arcabuces sellaron el destino de los vencidos de Tenochtitlán en el siglo XVI.

— ¿Usted —le pregunto al señor Carlos Miguel Valdez, director del Centro—, ha subido a la montaña, se ha asomado (no como Plinio, por favor) al cráter?

—No; pero hemos realizado sobrevuelos para supervisar el domo…

—Ah, bueno.

El domo es una especie de tapón formado por la incandescencia y fusión mineral, cuya dimensión podría generar una erupción de gran intensidad por la presión acumulada. Dicen. En un cuarto de siglo se han formado 76 domos —explica el propio Centro—, y jamás ha ocurrido nada fuera de la humeante normalidad.

Y desde hace 23 años, la burocracia volcánica nos agobia con la previsora cantaleta sobre la ruptura del “cascarón”.

“Debido —decían en noviembre del año pasado—, a que se prevé la ruptura del nuevo domo que se formó en la boca del volcán Popocatépetl, el director del Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred), Carlos Valdés González, recomendó a las autoridades locales restringir totalmente la presencia de personas en un radio de 12 kilómetros a la redonda.

“Aunque alertó sobre un aumento de la actividad volcánica en las últimas semanas, aseguró que aún no se puede declarar foco rojo, y se mantiene el amarillo fase dos.

“Continúa teniendo una actividad, continuará emitiendo domos de lava, destruyéndolos y todos estos procesos, los efectos importantes, el lanzamiento de material incandescente y otros elementos que se forman están contenidos dentro del radio de emisión de 12 kilómetros…”

Pero ése es el trabajo de los actuales administradores de la obviedad de una montaña cuyo nombre ya detalla desde hace siglos, con poética precisión, su actividad fumígena. El volcán siempre ha echado mucho humo. Ellos siguen con su fomento del temor.

Nada ha ocurrido; nada va a ocurrir.

* Esta columna fue publicada originalmente el primero de febrero del 2018. Hoy, como entonces, lo reafirmo: el Popocatépetl no significa un riesgo. Las cenizas molestan y ensucia, irritan los ojos y paran los aeropuertos, Pero nada más. No pasa nada.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona