El país entero se sacude por una consigna casi patriarcal: gocen, beban y disfruten, esta es la noche de la libertad y usted, joven, deje de meter las manos en el refajo de esa doncella acurrucada detrás de la escalera y ni siquiera se le ocurra subir con ella al elevador.
De pronto amanecemos envueltos en el estruendo de las campanas y el vuelo de las banderas. Es el mes de la patria, nos dicen, como si estas lluviosas tardes de septiembre lograran significar en verdad algo más allá del calendario de nuestras repeticiones sin sentido. Si la santidad tiene su semana y la Navidad su nieve artificial. En agosto nogada, en septiembre rehilete. ¿Y después?
Sí, vale la pena la noche del “Grito”, no importa si nos ensopamos como previsoramente nos advierte el servicio meteorológico. El dios de la lluvia, lo sabemos, siempre se cuela con sus barbas de agua en nuestras fiestas y a veces en nuestros proyectos.
Las plazas han sido desde ahora dispuestas para el bullicio y el comercio de cuanto la imaginación sugiera. Por ahí una niña lleva orgullosa un anillo tricolor; otra los aretes de arracada verde y rojo, una más ha querido vestirse de China Poblana. La noche huele a piloncillo y también a huevo relleno de harina, valiente cascarón de ignominia. Vuelan los mínimos lunares del confeti y se alzan las falsas trenzas de estambre en los hombros de jóvenes morenas.
El país entero se sacude por una consigna casi patriarcal: gocen, beban y disfruten, esta es la noche de la libertad y usted, joven, deje de meter las manos en el refajo de esa doncella acurrucada detrás de la escalera y ni siquiera se le ocurra subir con ella al elevador.
Es la noche sin sentido para exacerbar los sentidos.
Los opulentos se han ido a celebrar la noche mexicana a un lugar de dónde no quedan ni siquiera huellas del pasado virreinal, ya no digamos de la incipiente nacionalidad del siglo XIX: el desierto de Nevada. Ahí aplaudirán hasta el delirio la rentable monotonía de Luis Miguel y su famosa canción a un país de celofán y remix, mientras en Mérida —quizá en una reunión privada—, Sergio Esquivel recuerde aquello de “México de vez en cuando, se nos sube a la cabeza…”.
En fin. Todos seremos Sáizar y Tomás Méndez y Rubén Fuentes. Tequila y trompeta.
No se sabe si esta noche todos los mexicanos seremos felices al amparo de la memoriosa consigna libertaria cuya leyenda jamás dio frutos, o si algunos verán en la congregación del Zócalo la posibilidad de convertir la noche festiva en el referéndum sobre la popularidad del Presidente de la Republica y llevarán para un silencioso y visible sabotaje los célebres rayos láser con cuya precisión lineal manchan (eso sí, de verde) las caras de quienes observan displicentes la vid desde el balcón central, mirador de la patria,
La noche del quince es el acarreo de la tradición.
Arcos y policías cuidan a los potenciales rijosos y nadie puede caminar por la plaza ni siquiera con el murciélago negro de un paraguas. Si llueve llevarán lonas y hules. Nada para picar, herir o sacarle un ojo al gato y otro al garabato.
Pero si a usted le queda aliento, si guarda en su corazón un cierto orgullo por estar aquí, por saberse parte de esto, con toda la gloria imaginaria y la miseria real, o como sea, pues dígaselo al oído a su fortuna o a su suerte o grítelo a los cuatro vientos o a las cuatro nubes o los cuatro chubascos. Pero dígale algo a su casa.
Por ejemplo, ¡Viva México!
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