Algunos con pena, otros con preocupación y muchos con alegría, pero los observadores de la política no podemos pasar por alto un fenómeno recurrente: la división en el Partido Revolucionario Institucional cuyas incipientes dimensiones pueden aumentar con el paso de los meses.
Lejos está hoy el PRI de la muestra casi mágica de unidad (obligatoria, inevitable) ofrecida por las fuerzas de la izquierda quienes se vieron obligadas acatar una voluntad suprema. El asunto de la encuesta, con toda y su escenográfica utilidad no fue determinante; fue una estrategia mediática; una forma de confirmar las decisiones previas al pistoletazo de salida; una receta de personas bien portadas, civilizadas, cultas cuya decisión ya estaba preparada. La novia dio públicamente el sí cuando llevaba varios meses de preñez.
Pero el espejismo del reparto de posiciones se podría desvanecer, como todos, conforme se acerquen las fechas.
Sin embargo en el PRI las cosas no son iguales simplemente por un detalle: la historia de la disciplina es la historia del mando poderoso, único, dueño de dones y de perdones.
El PRI nunca ha sido un partido en el sentido tradicional. Ha sido la herramienta (o al menos lo fue hasta el año 2000) con la cual el sistema concentraba y repartía el poder. Y el administrador y temporal propietario de todo ese enorme capital político era el Presidente de la República en turno.
Y como nadie tenía poder superior al suyo, todos le obedecían.
Por eso para desmontar la maquinaria fue necesario poner en la presidencia de la República a un “neutro” cuya principal tarea fue probar hasta donde llegaría la “sana distancia”. Y hundió al PRI desde lejos, como un torpedo con cabeza nuclear. La rebelión durante el gobierno de Miguel de la Madrid, las traiciones durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari (las concertaciones y la abolición de las Leyes Agrarias y las de Reforma; es decir, la muerte constitucional del dogma) abrieron la puerta para el abandono de la figura central.
Desde el gobierno de Ernesto Zedillo, con los fondos limitados, con la separación entre el partido y el gobierno, con la PGR en manos de un panista (cuya información era necesaria para hacer ganar a Fox) el águila bicéfala (un sistema bicéfalo) perdió las dos cabezas. Perdió el partido y luego perdió el gobierno.
En el neo-sistema el PRI no tiene fraternidad con el gobierno. El panismo sí, pero no sabe cómo operar semejante dualidad. La sequedad de los fondos federales en tiempo electoral como en Michoacán, el uso faccioso de la PGR o el Congreso para “Michoacanazos” o desafueros, como se hizo contra “El Peje” en tiempo de Fox, no le han garantizado eficacia en ninguno de los dos campos. Pero esa es otra historia.
El problema hoy en el PRI es el riesgo de sucumbir entre el agandalle o la rebelión.
En una semana varios fenómenos le movieron el oleaje a la chalupa priísta. Los acuerdos con el Verde y el Partido Nueva Alianza y la modificación de la convocatoria, pusieron a circular varias inconformidades. No importa si provienen de muy pocos o de muchos. Tampoco vale mucho la pena detenerse a pensar en lo frecuente, necesario e ineludible del “fuego amigo” la discrepancia en cualquier partido.
El PRI no es cualquier partido y sus rencillas no resueltas desde la elección del 2000 y sobre todo la falta de reglas para decidir, más allá de los estatutos y demás temas legales, quien manda políticamente, no dejan en paz a los fantasmas de la división.
División hasta para decidir si el presidente del Comité Ejecutivo Nacional es un activo inmejorable o un pasivo insoportable; carga o motor, lo cual no resulta útil para nadie.
En otros tiempos, cuando había una voluntad decisoria, las cosas se resolvían de un manotazo. Hoy no hay ni siquiera quien pegue el manotazo.
Hoy el camino se ve complicado. Nadie va a organizar un “Tucom” contra Enrique Peña ni contra Manlio Fabio Beltrones. Tampoco tiene posibilidades de hacer como en algún tiempo se supo, un cónclave de ex presidentes de la República. Nadie podría sentar en la misma mesa a Salinas y a Zedillo. Y después de la amnesia inducida, tampoco a Salinas con De la Madrid. Luis Echeverría vive en el sopor de su vejez, abandonado y solo.
De los candidatos derrotados nadie quiere escuchar razones. Si bien Francisco Labastida goza de respeto no tiene fuerza para hacer valer sus opiniones más allá de eso. Sus opiniones. Y Roberto Madrazo tampoco es fuente de sabiduría. Nadie le hace caso.
Tampoco debería ser un consuelo para los priístas, el páramo de incompetencia en el Partido Acción Nacional cuya circunstancia actual va de la carcajada a la tragedia.
En la izquierda, al menos hasta ahora, solamente hay una voz, así con resabios de amargura y condiciones de mal perdedor Jesús Ortega, diga a voz en cuello: el ganador podría haber sido Marcelo.
Pues no ganó ni una interna.