La llamada cultura de los Derechos Humanos es evidentemente un producto de la globalización democrática, si así se le pudiera llamar a la obligación de los Estados (al menos por ahora y para fines de esta columna) de asumir el compromiso de protección e inviolabilidad de las antiguamente llamadas “garantías individuales”, como fundamento de su estructura jurídica. Al menos así está asentado en la Constitución de este país cuyo primer artículo repite en lo esencial los dictados precursores de la Constitución de 1857.
“Art 1.- El pueblo mexicano reconoce que los derechos del hombre son la base y objeto de las instituciones sociales…” decían los liberales de entonces.
La Constitución actual dice algo esencialmente igual:
“Artículo 1o. En los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos y bajo las condiciones que esta Constitución establece.
“Las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia.
“Todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad. En consecuencia, el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley…”
Como es evidente las fuentes de la constitucionalidad no son únicamente internas. Los tratados internacionales generan obligación. Y en algunos casos, al menos deberían provocar atención, como acaba de suceder con el documento analítico del Departamento de Estado de los Estados Unidos en el cual se asientan las observaciones sobre los Derechos Humanos en México, maltrechos y olvidados ahora tanto como en gobiernos anteriores.
La única diferencia estriba en el declarado e incumplido “humanismo” de esta administración, cuya existencia debería demostrarse hasta en casos como este, frente al cual la única solución es llamar mentiroso al emisor, como si eso anulara la realidad de sus observaciones.
Este diagnóstico vale por sí mismo, independientemente de la calidad –y hasta la intención– política de quien lo haya creado.
El reporte del Departamento de Estado de Estados Unidos sobre el estado de los derechos humanos en México divulgado recientemente es contundente y claro. También –duele decirlo–, preciso y real, especialmente porque exhibe las omisiones de la propia comisión nacional, cuya ceguera conveniente se ampara en la mediocridad política de Morena.
La prensa ha destacado algunos de esos señalamientos.
“Asuntos significativos relacionados con los derechos humanos incluyen reportes creíbles de homicidios ilegales o arbitrarios por parte de la policía, los militares y otros funcionarios gubernamentales; la desaparición forzosa por parte de agentes del Estado; tortura, tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes de las fuerzas de seguridad; condiciones penitenciarias duras y potencialmente mortales; detenciones arbitrarias; restricciones a la libertad de expresión y los medios de comunicación, incluida la violencia contra los periodistas; graves actos de corrupción gubernamental; investigación insuficiente y falta de responsabilidad en la violencia de género, incluida la violencia doméstica o de pareja; delitos que involucran violencia o amenazas contra personas lesbianas, gays, bisexuales, transgénero, queer o intersexuales, y delitos que involucran violencia o amenazas en contra de personas con discapacidad”.
En el sexenio pasado, para hablar únicamente de casos de tortura, Amnistía Internacional -con el aplauso de las izquierdas ahora comprometidas–, hablaba de una “epidemia” mexicana.
Y hace unos días el “ombudsperson” del gobierno (vaya oxímoron), Alejandro Encinas culpaba abiertamente al Ejército de ejecuciones extrajudiciales en Tamaulipas.
Entonces, ¿quién miente?
Esta forma de rechazo va a generar graves tensiones con el gobierno estadounidense. Más todavía.