Durante muchos años la función de gobierno en la ciudad de México no fue política, fue administrativa. Por eso todo se controlaba desde un Departamento (Central o del DF), pero se gobernaba desde Los Pinos.
Era un poco la receta porfiriana bastante trasnochada: mucha administración, poca política.
El presidente de la república, todos lo sabemos, tenía entre sus múltiples funciones y potencias, el gobierno de la ciudad de México, cuyo ejercicio se realizaba a través de un Departamento cuyo Jefe, él nombraba libremente.
O removía, como hicieron Gustavo Díaz Ordaz con Ernesto P. Uruchurtu y Luis Echeverría con Alfonso Martínez Domínguez, por ejemplos.
Eso, dicen, fue erradicado cuando los habitantes de la ciudad pudieron elegir a su gobernante. Pero nunca lo hicieron con la plenitud de los demás rumbos nacionales.
La dependencia administrativa se sustituyó por una compleja estructura contrahecha, limitada; en muchos sentidos amorfa y poco funcional. A eso se le llamó estatuto.
Hoy se siguen llamando “delegaciones” a las áreas de división política de la capital y a los “delegados” (elegidos por voto directo y universal) , “jefes delegacionales”, lo cual además de ser un absurdo resulta otra contractura en el tejido.
No vamos a ahora a regresar al tema de la futura Constitución cuyo maltrecho diseño concluyó hace apenas unas semanas y hoy duerme el sueño eterno en la hielera de la Cámara de Diputados.
Todo esto guarda relación con las informaciones recientes, usadas casi todas ellas como petardos en la escaramuza electoral en cuyo desarrollo se considera irregular o al menos no recomendable, el domicilio de quienes quieren gobernar (o administrar) una jurisdicción de las 16 en cuyo mosaico se divide la capital del país.
No hay ley para exigir residencia o domicilio en una delegación si se quiere competir electoralmente por otra. Nunca se puso en el estatuto, jamás se previó, pues la figura misma del delegado, al ser de orden administrativo y por cesión de responsabilidades de un superior (se administraba una jurisdicción política), no reparaba en esas minucias domiciliarias.
Supuestamente un vecino comprendería mejor los problemas y necesidades de una zona de la ciudad (como sucede en los municipios) , pero eso nunca ha sido así. Suena conveniente, pero no es obligatorio. Suena lógico, pero una cosa es la lógica y otra la política, al menos en esta sufrida ciudad cuyos problemas se han agudizado con eso de la “democratización” de los cargos administrativos.
Una de las aberraciones en este sentido fue durante muchos años la oriundez de los gobernantes de la ciudad. Durante 300 años venían de ultramar. Eran virreyes.
Después, en la vida independiente, los caudillos provenían de todas partes. José Morán (1823), de Querétaro y Valentín Canalizo (N.L) en 1843, por citar solo un par o hasta dos gringos durante la guerra del 47 contra Estados Unidos. Tal fue el caso de Stephen Watts Kearny nacido en Newark. N.Y. y William O. Buttler.
Gobernaron esta ciudad Pedro María Anaya, Pedro Rincón Gallardo, Ponciano Arriaga y Guillermo de Landa y Escandón. También, Vito Alessio Robles y el general Francisco Serrano cuyo fin en Huitzilac todos conocemos.
Pero esta ciudad es extraña, compleja y diversa. Su suelo es un lodazal en cuyos grumos aún se advierte la sangre del teocali, el llanto de la Conquista y la pedacería de carne y huesos de guerras, batallas, enfrentamientos y pena humana acumulada a lo largo del tiempo.
Por eso hoy los “jefes delegacionales” son “chapulines” en el salto de las ambiciones de sus partidos, por eso hemos llegado al triste espectáculo de renuncias masivas para colmar sillones en una asamblea incapaz hasta para redactar una nueva constitución o un Poder Legislativo sin otro fin más allá de una aduana en la carrera política de la administración pública.
Mala administración, peor política. Eso nos tocó vivir.