Es extraño México. En medio de los millones de asuntos contradictorios, presas a veces por actitudes mutuamente excluyentes la una de la otra; maltratadas en la maquinaria de nuestro absurdo cotidiano, las palabras de nuestra salvación aparecen a veces escondidas entre la voz del merolico, la incurable mendacidad de la política o la esplendorosa condición de la poesía.
Esta sociedad todo lo puede, hasta lograr la convivencia de la mentira con la imaginación; la grosería ramplona y el verso transparente. Todos cabemos bajo el mismo techo.
Veníamos de soportar el aluvión de cursilerías dizque patrióticas del Bicenternario y las alusiones a Morelos como inflexible enemigo de sus enemigos y por tanto de una patria aun inexistente a la cual por extensiva comparación traicionan quienes desean pactar o negociar con los delincuentes, excepto para hacerlos “testigos protegidos”, cuando la noticia tantas veces prevista llegó fulminante.
Ha muerto Alí Chumacero, uno de los hombres más afincados y fieles en su irrepetible personalidad como yo –y muchos otros— hayamos conocido.
Alí ha sido en la historia de nuestra cultura un caso maravilloso de excelencia sin abundancia.
Su historia es un poco la de Juan Rulfo en cuanto a la dimensión física de su empeño jamás necesitado de volúmenes y más volúmenes para dejar una huella incomparable. Poeta para poetas, le llamó alguien.
“Yo, pecador, a orillas de tus ojos /miro nacer la tempestad./Sumiso dardo, voz en la espesura, /incrédulo desciendo al manantial de gracia; /en tu solar olvida el corazón /su falso testimonio, la serpiente /de luz y aciago fallecer, relámpago vencido /en la límpida zona de laúdes /que a mi maldad despliega tu ternura”.
Pero no fue Chumacero nada más un poeta de profundidad emocional. Fue un creador, pero su trabajo casi artesanal, de maestro tipógrafo, también permitió crear a los demás. Fue un editor y por sus ojos y sus manos pasaron los libros más importantes de México en la segunda mitad del siglo XX.
Y quizá su cuidado editorial hizo más importantes esas obras.
Discreto y siempre íntimo hasta con sus actitudes en apariencia más , Chumacero me dio siempre la impresión de vivir en una dimensión distinta: la suya, la de sus terrenos nunca compartidos; la de sus sueños quizá pocas veces platicados.
Llevaba sus secretos consigo y sus misterios le aplaudían en el recodo de su sonrisa burlona, de su inevitable discreción, de su elegancia inmaculada, de su camisa blanca, de su paso altivo y vertical.
Una tarde dominical pasé a su casa de Gelati, donde el naranjo crecía entre anaqueles y libros bajo un tragaluz. Íbamos a los toros.
–Vámonos ya para ir a comer, te invito.
–Los domingos no como más que nueces.
–¿Estas a dieta?
–Dios me libre, prefiero no comer que ponerme a dieta.
Al pié de la estatua de Manolete su marchanta ya le llevaba dos bolsas de macadamias.
Algunos miércoles nos reuníamos en la casa de Carlos Montemayor allá por la estación Tasqueña del Metro. La mesa era temprana. Los dos tenían clases en el Centro Mexicano de Escritores. Había vino y whisky y pan recién horneado. Terminado el último plato Montemayor se escurría escaleras arriba. Alí con un jaibol en la mano se sentaba en un gordo sillón de la sala. Recargaba la cabeza y miraba el techo.
Mientras ambos dormían la siesta yo fisgoneaba los libros y los cuadros. Una tarde abrí el piano de Carlos. Ignoré la partitura (no leo música) y creyéndome Bill Evans descascaré el teclado. Alí despertó sobresaltado:
–Sigue, sigue eso es bueno para despertar a Carlos, no se nos vaya a dormir.
La obra editorial de Chumacero le ganó un sitio de privilegio en el afecto y el respeto de todos los autores con quienes tuvo trato. Los conoció a todos, a todos les corrigió algo, a todos les sugirió algo. Muchos habrían logrado menos sin sus consejos, sin su rigor, sin su crítica.
Estábamos en el comedor del Hotel Diplomático y se acercó a saludarlo un escritor ahora famoso como nunca. Alí lo miró con sequedad. Lo despachó muy cortante.
–¿Por qué no lo invitaste a sentarse, siquiera por cortesía?
–Por que es muy pendejo y muy mal escritor. Yo creo que pronto le van a dar el Asturias, por lo menos. Y se lo dieron un año después.
Octavio Paz lo llamaba el amigo de sus amigos, el bebedor heroico, el gran artífice capaz de componer un texto y hacer con él un jardín de letras.
–Un día Octavio me dejó unos versos. En una parte decía “caballo veloz”. Yo me tomé una libertad y le cambié una sola letra. El verso ganó en ligereza: “cabello veloz…” ¿Bonito, no?
–¡Y le gustó a Octavio?
–Le gustó tanto que se pudo furioso.
La tarde se había vuelto una cosa espantosa. Malos los toros y peores los toreros. Hastío y pereza. No había más en el coso.
–Alí, vámonos, esta corrida está muy mala.
–Espérate, esta mala pero aburrida.
Muchas cosas más podría yo contar casi todas en abono de esa dulce acidez de su irrepetible sentido del humor y la ironía, pero no tiene caso ahora. Esta pretende ser una columna política y en ese campo hay poco espacio para la política cultural, de plano inexistente en México donde su mayor aproximación es remozar un teatro o rendirles homenaje en el vestíbulo de Bellas Artes a los poetas muertos.
Ahí lo vi por última vez en toda su octogenaria plenitud. A unos metros estaba todo cubierto de flores y música un ataúd con Andrés Henestrosa dentro. En el restaurante Alí se bebía una “Cuba libre”. Su hija lo esperaba para llevarlo a comer al Covadonga y una señora de no malos bigotes supuestamente se empeñaba en hacerle una entrevista.
De pronto lo perdimos. A la distancia ya por la calle de López, alcancé a ver su blanquísima cabellera recortada contra la luz de la tarde.
Llegó a su casa entrada la noche.
Hoy además de la charamusca política he querido contar algunas cosas en el arranque de esta columna, convencido de una de sus enseñanzas: cuando se escribe un poema o se hace una faena o se hace una novela, el mundo crece, el mundo ya no es igual. Esa es su enseñanza y ese es el reto.
También quedan sus versos y sus andanzas y sus caminatas con la mochilita matutina para ir a los baños de vapor en San Miguel Chapultepec o Tacubaya y su afán de trabajar desde las cinco de la mañana y su amor por los libros a los cuales jamás les negaba la caricia de sus dedos ni de sus ojos. Todo eso ha hecho mejor a este país, así haya sido por instantes; así haya sido nada más lo necesario para murmurar:
“…Cuando aún no había flores en las sendas /porque las sendas no eran ni las flores estaban; /cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas, /ya éramos tú y yo”.
LOZANO
Hace unos días, enfermo de importancia, el subsecretario del Trabajo, Álvaro Castro la emprendió contra Ricardo García Cervantes quien defendía a los deudos de los mineros muertos en Pasta de Conchos, una de las tragedias desatendías por el panismo en dos gobiernos; el anterior y este.
“Es lamentable –decía el señor Castro–, que un senador de la República, en su afán de lucrar políticamente con la desgracia ajena, pretenda adoptar un papel protagónico en la interlocución y representación de los familiares de los mineros y convertirse en gestor de citas, precisamente ahora que la coyuntura parece idónea para obrar con ligereza y oportunismo.
“Señor senador, nunca percibí su interés en el tema… Por favor, no me diga ahora que no hemos atendido debidamente el caso”.
Ante el diluvio de quejas, todas consistentes y de necesaria atención el propio secretario ofreció disculpas.
Ayer se dijo desde la STPS: Javier Lozano lo ha echado. Bueno, no del todo, lo ha designado su “coordinador” de asesores.
Y uno se pregunta, vistas las razones de su cese, ¿así todavía va a asesorar a quien lo acaba de correr por grosero e imprudente?